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Columna
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Vida de perro

Manuel Rivas

Hay un parecido asombroso entre las personas y sus animales. O entre los animales y sus personas. Incluso cuando se trata de seres muy exóticos, como los seudónimos y las boas. Siempre creí que había una excepción con los peces tropicales. Hasta que fui comprobando que en casi todas las peceras domésticas va quedando un superviviente y que ese pez suele tener un parecido inquietante con el propietario. En el caso del perro y el humano la semejanza es casi aceptada como un axioma científico. Ese proceso de mímesis es una obra abierta que rompe muchos tópicos. Así, uno puede encontrarse con un caniche muy parecido a un campeón de lucha libre o a una escritora de novelas románticas con el perfil de su pitbull. El afecto va puliendo el contraste. A igual que el desafecto. Son dos herramientas de gran eficacia escultórica. En Vida de perro, en 1918, el revolucionario Chaplin se atrevió a contar las vidas paralelas del vagabundo, la chica del salón y un chucho callejero. La mirada los hermanaba. Desafiando el hortera tabú periodístico, hay que denunciar y aullar contra el masivo abandono de perros, ese daño colateral de las vacaciones humanas. Pero lo que más impresiona estos días son las miradas de los perros que todavía no han descubierto que han sido abandonados. El perro abandonado puede gruñir, huir o inspeccionar con cautela tus intenciones, si es que tiene fuerzas para algo. Esto sí que es un axioma: la mayoría sólo acepta sin temor la cercanía de mujeres o niños. En cambio, los perros que no saben que han sido abandonados, y hemos visto muchos, corren detrás de los espectros de los autos con una desorientada y angustiosa diligencia. Cuando te paras, escudriñan. Preguntan con los ojos. Convencidos aún de que alguien los busca. De que ha habido un error. No. La humanidad todavía no sabe que está siendo abandonada.

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