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Reportaje:EN PORTADA | Reportaje

Horizontes mágicos

A partir del 9 de agosto los aficionados al western peregrinaremos semanalmente a una vieja ciudad minera, al pie de las Colinas Negras de Dakota del Sur, llamada Deadwood, la afamada serie de televisión que emitirá su última temporada. Allí, en sus calles sucias y polvorientas, sorteando excrementos de caballos y quién sabe si alguna bala perdida, los amantes del cine del Oeste nos reencontraremos no solamente con tipos calzados con espuelas, llevando pistolones al cinto, como Wyatt Earp o Wild Bill Hickok, sino con ese añejo aroma que nos acompaña desde la primera vez que cabalgamos por una pantalla de cine. Un olor con inconfundible sabor a violencia, sí, a pólvora recién disparada, pero que también asociamos a profundas e imperecederas pasiones humanas; a traiciones y venganzas; a lealtad y amistad, a indios y soldados de caballería; a grandes tierras por colonizar y a cantinas donde aplacar la sed y la soledad.

Para muchos 'Sin perdón' ha sido el último canto del cisne del 'western', pero ahí esta 'Deadwood' y 'El tren de las 3:10'
'No es país para viejos', de los Coen, contiene inconfundibles elementos que encontramos en muchísimos 'westerns'

El western nos acompaña desde siempre porque, como género, nació a la vez que el propio cine. Para el público norteamericano las películas del Oeste fueron el equivalente de aquellas fábulas mitológicas que en otras culturas cuentan el nacimiento de un pueblo, de una tribu o de una nación y su asentamiento en un lugar concreto de la tierra. Ya a finales del siglo XIX y principios del XX las pequeñas novelas que contaban las hazañas de abnegados colonos, sus luchas contra los indios y las correrías de sheriffs, bandidos y vaqueros, eran muy populares en todo el país y además muchos de los protagonistas de aquellas historias seguían vivos, paseándose entre sus conciudadanos. El mítico Búfalo Bill, por ejemplo, llevaba su circo, con indios y carromatos incluidos, de norte a sur y de costa a costa de Estados Unidos, y Robert Ford contaba fríamente sobre los escenarios teatrales cómo asesinó por la espalda al famoso bandido Jesse James. En el este había hambre por conocer cómo se conquistó el Oeste y el cine sació esa curiosidad con creces. Hollywood hizo girar su manivela y comenzó a producir centenares de películas del Oeste, muchas de ellas protagonizadas por verdaderos cowboys que sólo tenían que subirse a un caballo y galopar ante las cámaras. Así, poco a poco, el western fue desarrollando sus propios códigos internos, creando, como si fuera una religión, su propio ritual, y algunos de los sacerdotes que se fueron incorporando para oficiar ese ceremonial eran jóvenes como Raoul Walsh, William Wyler o John Ford. La leyenda cuenta que un día el jefazo de la Universal, Carl Laemmle, llegó de improviso a los estudios desde Nueva York. "Yo no era más que el chico de atrezzo", contaba Ford a Peter Bogdanovich en su famoso documental sobre el director, "pero me pusieron detrás de una cámara sin película para impresionarle. Cuando el jefe llegó a mi lado dije a los vaqueros que fuesen al final de la calle y volvieran hacia la cámara cabalgando deprisa y chillando como descosidos. A Laemmle pareció gustarle". Parece incluso que Ford se recreó algo más en su papel de director e hizo que algunos de los vaqueros se cayesen de sus caballos. "Poco después necesitaban a un director para una película de dos rollos y Laemmle dijo: 'Probad a Ford. Chilla muy fuerte".

El caso es que esas películas del Oeste fueron alimentando la fantasía de millones de espectadores, sobre todo de los más jóvenes. Siempre se ha dicho que una de las razones de la eterna fascinación que mucha gente siente por el western reside en que proporciona un retorno a la infancia del espectador adulto. Y es verdad que el primer fogonazo de amor al western suele producirse en la niñez. Martin Scorsese recuerda en su hermoso documental sobre el cine americano que desde muy pequeño era un incondicional aficionado a las películas de vaqueros. Solía ir a verlas con su padre pero hubo una a la que fue de la mano de mamá. Era Duelo al sol, dirigida por King Vidor en 1946. "La Iglesia había condenado la película por lujuria encubierta y creo que mi madre me utilizó como excusa para ir a verla", recuerda con ironía. Ya desde los títulos de crédito el pequeño Scorsese quedó hipnotizado por una explosión de color, de disparos y por la intensidad de la música que salía de la pantalla. También por la sensualidad que desprendía la bella mestiza Perla así como por el conflicto moral que le supuso ponerse, por primera vez, del lado del "malo" Gregory Peck. Para Howard Hawks, autor de grandes clásicos como Río Rojo, Río Bravo o Eldorado, una de las claves de la popularidad del género radica en la sencillez de su planteamiento. "El western es la forma más simple de drama", solía decir. "Sólo hay unos cuantos esquemas y por eso siempre que un director de primera fila hace un western, normalmente consigue una película bastante buena porque el western es un buen espectáculo". Hay mucho de verdad en lo que en su día contaba Howard Hawks, pero el espectador exigente, aquel que no se queda sólo en la superficie de una historia de buenos y malos y al que le gusta escarbar en las entrañas de un filme, encuentra casi siempre en el cine del Oeste un mundo mucho más atractivo y complejo; personajes ricos en matices, contradictorios, con heridas en la piel y en el alma. Un mundo que han contribuido a crear directores como George Stevens, Anthony Mann, Henry King, King Vidor, William A. Wellman, Budd Boetticher y tantos y tantos más.

El western comenzó siendo, sí, un canto épico lleno de optimismo y vitalidad, un divertimento. Mostraba sueños de libertad y de conquista; a hombres y mujeres que buscaban un lugar para establecerse y vivir en paz y libertad. Pero paulatinamente ese plácido sueño se fue haciendo más pesado y agitado hasta convertirse en una áspera y amarga reflexión, casi en una pesadilla. El cine había embellecido demasiado la realidad y llegó un momento en que había que contar cómo se construyó una nación a costa de destruir otras, las tribus indias, y también cómo la violencia echó allí unas raíces tan profundas y duras que, siglo y medio después, son casi imposibles de extirpar. Sólo viendo cuatro o cinco películas de John Ford, desde La diligencia de 1939 hasta El gran combate (1964), pasando por La legión invencible y Centauros del desierto, se puede apreciar esa evolución. Hawks dividía las películas del Oeste en dos grandes variedades. Aquellas que hablaban de la historia de los pioneros, como la que él contó en Río Rojo, y las que explicaban la llegada de la ley y el orden con los sheriffs como protagonistas. Como el periodista de El hombre que mató a Liberty Valance, de John Ford, prefería la leyenda, aunque fuera falsa, a la realidad. Por eso despreciaba profundamente películas como El Zurdo, de Arthur Penn, que mostraban a Billy el Niño como si fuera un joven rebelde de los años cincuenta. "Eso no responde a lo que la gente espera de un western". Tampoco sentía demasiadas simpatías por el cine de Peckinpah. "Yo puedo matar a cuatro hombres, llevarlos al depósito y enterrarlos antes de que uno de los suyos llegue al suelo en cámara lenta", confesaba al periodista Joseph McBride. "Todo lo que veo es un montón de pintura roja y sangre corriendo. No creo que un buen director tenga que usar esas cosas". Para él el declive que sufrió el género a partir de los años sesenta se debió a que se pusieron a rodar westerns directores que no sabían hacerlos. "Esos tipos del este que no distinguen una punta del caballo de la otra". Lo que no supo ver Hawks en la pantalla lo apreció en cambio rápidamente el escritor y guionista Syd Field. En su libro Ir al cine recuerda que Sam Peckinpah le dio a leer la primera versión del guión de Grupo salvaje. "Lo leí de una sentada, totalmente absorto en la acción. Era como ver una película en mi pantalla mental. Cuando por fin lo dejé sobre la mesa unas horas después supe que si el western, como género específico, se consideraba un vestigio del pasado, entonces Grupo salvaje era un paso hacia el futuro".

El western vivió efectivamente sus malas épocas pero no desapareció nunca de las pantallas. Clint Eastwood, por ejemplo, siguió rodando películas del Oeste, como Infierno de cobardes o El jinete pálido, en las décadas de los setenta y ochenta cuando ya el género estaba pasado de moda. "Siento que tengo un compromiso personal con la supervivencia del western", afirmaba hace años en una entrevista. "No sólo por lo que ha supuesto en mi pasado sino porque es un género dentro del cual se pueden analizar otros temas". Pero aunque no se rodaran sí que se estudiaban con pasión. El gran cine del Oeste se fue convirtiendo en un gran e inagotable manantial del que continuamente bebían los cineastas americanos. Así, por ejemplo, podemos encontrar huellas de la mítica Centauros del desierto, dirigida por John Ford en 1956, en títulos tan distintos como Encuentros en la tercera fase, de Steven Spielberg, o en El cazador, de Michael Cimino, entre otras muchas. El guionista y realizador Paul Schrader asegura que la ve al menos una vez al año. "Hay películas mejor interpretadas o mejor escritas, pero ninguna juega su baza artística mejor que ella. Scorsese y yo estamos de acuerdo en que es la mejor película americana y ha influido, sin lugar a dudas, en Taxi Driver", explica. Para Clint Eastwood que esto suceda es lo más natural, lo extraño sería lo contrario. "Siempre he creído que el western, junto con el jazz, es una de las pocas formas de arte que los americanos podemos reclamar como propias. Además, cuando parece que el género ya no va a ninguna parte, que está exhausto, aparece una nueva visión". Él mismo dio un brusco revolcón al género con Sin perdón. "Me gustaba la moraleja de esa historia. Resume la de toda una serie de películas del Oeste que he rodado. Intentaba desmitificarlo, dar a entender que matar no es algo bello, que no es nada romántico". Para muchos Sin perdón ha sido el último canto del cisne del western.

Y es cierto que cada vez se ruedan y se estrenan menos pero ahí esta Deadwood, aunque haya sido concebido para la televisión, o, el año pasado El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, por la que Brad Pitt ganó la Copa Volpi como mejor actor en el Festival de Venecia y que obtuvo además dos candidaturas a los Oscar, una a la mejor fotografía y otra para Cassey Affleck como mejor actor de reparto; y el próximo 5 de septiembre se estrenará El tren de las 3:10, con Russell Crowe y Christian Bale, una nueva versión de la película del mismo título que en 1957 dirigió Delmer Daves y protagonizaron Glenn Ford y Van Heflin.

"Lo que ocurre", según explicaba Clint Eastwood, "es que en Hollywood se siguen ciertas modas y si un supuesto experto dice que un género ha muerto, los demás responden: bien, sí, de acuerdo... Pero yo creo que el western acepta una continua renovación, siempre que se respeten sus reglas". Diana Ossna, guionista de Brokeback Mountain, es de la misma opinión: "Los medios y la industria cinematográfica se plantean si el western está o no de moda, pero yo creo que nunca dejará de estarlo porque es parte de la historia estadounidense, de nuestra herencia. Por eso seguimos identificándonos con el género. Y cuando son buenas, son historias desgarradoras, muy realistas, pobladas por personajes duros, llenos de defectos y muy humanos que se mueven en un entorno hostil que no perdona". Sí, es cierto, quizá ahora veamos westerns con un envoltorio diferente. La recientemente oscarizada No es país para viejos, de los hermanos Coen, contiene inconfundibles elementos que encontramos en muchísimos westerns. Hay cuatreros, eso sí, reconvertidos en traficantes de droga; y pistoleros a sueldo aunque tengan un extravagante peinado y lleven un artilugio para matar vacas en lugar de los antiguos colts; y un viejo sheriff que medita sobre una tierra fronteriza, violenta y anárquica, en donde ha desaparecido toda noción de ley y de orden. El propio director de fotografía del filme, Roger Deakins, reconoce que, respetando el juego de géneros que proponían los Coen, él siempre vio la película como una de Sam Peckinpah o un viejo western en donde el mundo contemporáneo irrumpe a la fuerza. Y no sólo encontramos esas enmascaradas películas del Oeste en la cinematografía norteamericana. Ahí está por ejemplo Un lugar en el mundo, de Adolfo Aristarain, un hermosísimo western que transcurre en un lugar perdido de Argentina con terratenientes avariciosos que intentan controlar a pequeños propietarios; y hombres y mujeres de una pieza que les hacen frente. Un argumento típico del mundo del western. Raíces profundas, de George Stevens, sin ir más lejos. No, quizá no goce de una salud de hierro pero el viejo western no morirá. Aparecerá de cuando en cuando, como las señales de humo que advertían a las caravanas del peligro de los indios. Y siempre habrá un espectador dispuesto a dejarse hechizar por esa magia compuesta de cielos abiertos, tierras por recorrer y vaqueros solitarios. Eso es tan cierto, cómo dice Ethan Edwards en Centauros del desierto, "como que la tierra da vueltas". -

La tercera temporada de la serie Deadwood, de HBO, se emitirá a partir del 9 de agosto en la Fox. La película El tren de las 3:10, de James Mangold, se estrenará el 5 de septiembre.

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