El viejo Lumet y poco más
Acaba el aséptico curso (fijando su tradicional comienzo en octubre) y quedan pocas películas para recordar, para guardarlas con mimo en tu retina y en tu oído, asociadas a esa sensación incomparable cuando el cine te remueve todo y flotas mentalmente, con la certeza de que te van a acompañar siempre. Llega agosto y descubres que cada vez estás más solo en la sala oscura, que no hay colas para degustar lo que alguna vez fue el más fascinante espectáculo del mundo, el templo, la bendita costumbre.
De lunes a viernes lo protagoniza la desolación, salas habitadas por tres o cuatro espectadores, taquilleras y porteros muertos de aburrimiento, la intuición razonada de que el eterno ritual está agonizando. Y habiendo rehuido desde que me hice adulto ir al cine los sábados y los domingos por la previsible aglomeración y que se acabaran las entradas antes de que llegara tu turno, la seguridad de que ibas a tener indeseados compañeros de butaca en tu fila favorita, las ancestrales e irrenunciables manías que caracterizan a la cinefilia radical, ahora acostumbro a hacerlo. Me reconforta el sentimiento de que la sala está medio llena. También que haya gente joven o muy joven. Se trata de ahuyentar con espejismos, con frágiles esperanzas, el fundado miedo a que se acabe el acto religioso de ir al cine.
'En el valle de Elah' es cine del bueno, con la capacidad de emoción de las películas destinadas al clasicismo
Hago memoria de los títulos que me han conmocionado este año (excluyo lo mejor que he visto en los festivales internacionales y que por razones casi siempre surrealistas tardará un siglo en estrenarse aquí) o que, prescindiendo de mi tendencia a la exageración y al melodrama, simplemente me han interesado, y descubro que tengo que esforzarme para rastrearlos. Citar cosechas sublimes en los años cuarenta y cincuenta imagino que era fácil y grato. Hacerlo ahora me resulta complicado. O a lo peor siempre ha sido igual y sólo existían tres o cuatro películas al año con las que desearías vivir siempre. Pero no puedo desprenderme del engañoso tópico de que cualquier tiempo pasado fue mejor.
Lo que más me ha hipnotizado en una temporada olvidable es una película tan sombría y amenazadora como su título: Antes que el diablo sepa que has muerto. Habla de la codicia, del fatalismo, de seres tan humanos como lamentables, de la alianza entre dos hermanos acostumbrados a perder, a la mentira y a las sórdidas salvaciones cotidianas para atracar el negocio de sus padres, de una desesperación que nos provoca más asco que piedad. Tiene la temperatura y el aroma del realismo sucio, es agobiante y trágica, renuncia al menor embellecimiento de sus personajes, no les permite respiros ni a ellos (aparte de la jeringa y la botella) ni al espectador. La firma Sidney Lumet, un director de 83 años, alguien con el que afortunadamente han tenido olvido o compasión las feroces compañías aseguradoras. Antes que el diablo sepa que has muerto es muy coherente con la obra de Lumet, con el tono desasosegante y oscuro de casi todos sus retratos, con la inteligente y honesta descripción de gente asfixiada por el fracaso, con un estilo narrativo y visual tan austero como complejo, con capacidad para extraer una intensa veracidad de sus actores. Aquí dispone del inmenso talento y la siempre inquietante humanidad de ese señor bajito y gordo llamado Philip Seymour Hoffman. Lumet y él se hacen un regalo mutuo. Y el espectador lo agradece aunque salga revuelto, con la certidumbre de que lo que le han ofrecido está más relacionado con el lado tenebroso de la vida que con el encanto de la ficción.
Hoffman también protagoniza junto a Laura Linney La familia Savage. Lo cual revela el instinto de este actor para escoger personajes arriesgados y con alma en un cine realizado con cuatro dólares y que nunca romperá las taquillas. Aquí también hablan de dos hermanos que llevan como pueden su intemperie, sus traumas, su soledad y su desdicha, pero a estos perdedores, además de comprenderles, también les compadeces. Incluso acabas queriéndoles un poco, deseando que se acepten a sí mismos y que sobrevivan a su tristeza.
Las horrendas esencias de la guerra de Irak, la enfermedad moral de un país que ha abolido las reglas éticas en una batalla en la que no cree, el abatimiento de un hombre al descubrir el espanto investigando la muerte de su hijo soldado han tenido un cronista lúcido y admirable en Paul Haggis. En el valle de Elah es cine del bueno, con la complejidad, verosimilitud y la capacidad de emoción de las películas destinadas al clasicismo. Ha sido un fracaso en Estados Unidos. La herida sigue abierta y Haggis se ha atrevido a hurgar en ella. Esta película no necesita que el paso del tiempo la reivindique, pero lo hará.
El universo de los hermanos Coen y su forma de expresarlo no sigue las normas que más valora Hollywood, pero éste no ha tenido más remedio que premiarlo por su modélica adaptación de la novela de Cormac McCarthy No es país para viejos. A mí me hipnotiza ese asesino determinista que interpreta Bardem, la plasmación de ese paisaje de moteles y desierto, las reflexiones sobre el mal del viejo sheriff, el clima perturbador. Todo ello estaba en el material literario. Los Coen saben lo que tienen en las manos y lo tratan con enorme respeto. Sin sus guiños para iniciados, sin montárselo de excéntricos, sin bromas prestigiosas. Y se agradece.
También me gusta la tensión que imprime James Gray a la negrísima La noche es nuestra, el torturado dilema de ese hijo pródigo entre su familia genética y la que ha elegido. Y ver al viudo Nanni Moretti, ese tipo demasiado desconcertado para afrontar el dolor y la perdida, dejando pasar el tiempo en un parque y vigilando el ánimo de su hija en Caos calmo. Y me enamoré de la niña afgana que quería aprender a leer y que le contaran historias divertidas en Buda explotó por vergüenza.
¿Y qué alegrías me donó el cine español? Pasé un poquito de miedo con la muy original REC y ninguno con la sólida El orfanato. Temporada de vacas flacas en el cine de cualquier parte. Y van unas cuantas. -
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