Falstaff en Hollywood
Oscuridad. Una voz todavía poderosa pero lijada por la edad dice: "Me llamo George. ¿Lo sabían? Ése es mi nombre de pila. ¿George Welles? ¡Por favor! ¿Adónde habría llegado yo con ese nombre?". Ríe. La débil luz de una cerilla ilumina su rostro. Enciende un habano descomunal. También su cuerpo es descomunal, envuelto en un sayo rojo. Se encienden lentamente las luces. Estamos en un estudio de Los Ángeles, donde Orson Welles, al día siguiente de su último cumpleaños, se dispone a grabar los anuncios de laxantes y comida para perros que le permitirán llegar a fin de mes. La cámara imaginaria retrocede y muestra una platea llena. Estamos en el Romea de Barcelona, donde José María Pou (¿quién, si no?) representa Su seguro servidor, Orson Welles, uno de los grandes éxitos del Festival Grec. Flashback. Rótulo: "Cinco años antes". Esteve Riambau, experto en la obra del genio americano, acaba de leer la obra de su colega Richard France. Llama a la puerta de Pou y le ofrece traducirla y dirigirla. Pou le dice. "Ahora he de hacer El rey Lear y luego La cabra. Pero después haré esta función y la haremos juntos". Palabra cumplida.
José María Pou va más allá del recital, del 'tour de force' en el que vuelve a mostrar la plenitud de sus poderes
Así que éste es el juego de espejos: Pou es Welles es Pou es Welles. Su seguro servidor es casi un monólogo. El cuarto monólogo de Pou, después de El gallitigre y El cazador de leones, dos Tomeo vintage, y Bartleby, el escribiente. El "casi" corre a cargo de Jesús Ulled, que con gracia y frescura le da la réplica en el rol de Mel, el joven técnico de sonido enamorado de Ciudadano Kane. Durante una hora cuarenta y cinco, el viejo y quijotesco Welles compartirá con el escudero Mel y con el público sus recuerdos, sus anhelos, sus invectivas (contra productores, críticos y estudiosos de su obra) y su justificadísima megalomanía. De su mano viajaremos en la máquina del tiempo hacia un pasado glorioso desde un presente humillado pero invicto. Un Welles zumbón y sin pelos en la lengua, perdido en un mundo eufemístico, donde los mercachifles de Hollywood se autotitulan "creativos" y los gordos se han convertido en "gastronómicamente desafiantes", tan lejanos aquellos días en que su compinche Huston le dijo: "Me temo, Orson, que no puedes hacer el papel de Ahab. No hay sitio para dos ballenas en Moby Dick".
En la primera parte del espectáculo reina el gran contador de historias, el hombre capaz de encantar a las más peligrosas cobras, el Rey de la Magia. El hombre ubicuo, que atravesaba Manhattan en ambulancia para ir de la radio al teatro, de La Sombra a Fausto. El discípulo predilecto de Houdini, que podía hacer brotar un as de corazones en el cielo de Central Park para conquistar a una bailarina, o conseguir que Zanuck pagara la cuenta de su hotel en Venecia a cambio de protagonizar La Rosa Negra.
Grandes relatos (la noche del Macbeth africano en Harlem y el crítico que murió víctima del vudú) y grandes números de magia, exhumados del Mercury Wonder Show para los soldados del Pacífico (la pelota que levita, la bala atrapada con los dientes), en vivo y en directo. Pese al suculento anecdotario, Su seguro servidor supera de largo el previsible esquema del "An evening with". La función, aparentemente sencilla pero ardua de montar (Riambau ha controlado como mínimo doscientas memorias de luz y sonido), tiene su trama y su drama, y su arco, un arco que se alza como una horca caudina, y su juego de mutaciones. Hubiera podido llamarse Esperando a Spielberg, porque el "wonder boy" de Tiburón cumple aquí el rol del príncipe Hal ante los ojos de Welles/Falstaff: su llamada es el último clavo ardiendo, la última esperanza de conseguir el dinero para acabar Don Quijote. En la primera parte hemos conocido al Welles más exuberante, al Todopoderoso. En la segunda conoceremos al león en invierno, al hombre pendiente de un hilo telefónico. Sus relatos son ahora amargamente elegiacos, cercados por la cuenta atrás, por un futuro que se le achica como una gatera. Relatos admirablemente seleccionados por France y encarnados por Pou en todo su fulgor y toda su hondura. Autofustigaciones irónicas ("¡de haber aceptado un porcentaje de El Tercer Hombre ya habría rodado diez Otelos y veinte Quijotes!"), recuerdos zanjados con una frase desdeñosa y letal ("¿la Caza de Brujas? Denunciaron para salvar sus piscinas") o evocados palabra por palabra, según la magnitud del dolor, como la impresionante diatriba contra el "Oficial X" que dejó ciego a un muchacho negro y que le valió a Welles la expulsión fulminante del mundo de la radio. O su caída tras El cuarto mandamiento, cuando pasó a ser "el Fracasado más joven del mundo".
Una segunda parte en la que también asistimos a la mutación de Mel, contagiado por el monstruo y reconvertido en demiurgo electrónico ("soy el que hace que tu voz suene como la del gran Orson Welles. Sin mí no eres nadie"), y que se cierra con dos fundidos encadenados de los que hacen época: la confesión de su amor imposible por la baronesa Blixen (en arte, Isaak Dinesen) como preludio a la lectura del más desolado pasaje de Los soñadores, y la extraordinaria despedida con palabras de Lindbergh, tan solo en su cabina como Arkadin volando en círculos: "Es una lástima tener que aterrizar en esta noche tan clara y cuando todavía me queda tanto combustible". José María Pou va mucho más allá del recital, del tour de force en el que vuelve a mostrar la plenitud de sus poderes: las modulaciones de la emoción, la controladísima gestualidad, la incontestable autoridad escénica. No estamos ante una interpretación sino ante una reencarnación, un definitivo acto de magia que encandila al público del principio al final. "Colosal" es el adjetivo más apropiado para el trabajo de Pou en este espectáculo apasionado y apasionante.
Si adoran a Welles les encantará; si desconocen las claves de su obra y de su perfil titánico, es una ocasión de oro para dar caza a la ballena blanca. Una gran lección de cine y de teatro, muy pronto en gira por España.
Su seguro servidor, Orson Welles. Teatro Romea. Barcelona. Hasta el 27 de julio.
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