El quinteto de Baltimore
Puede haber discusión sobre si The Wire es o no la mejor serie policial jamás emitida, pero no creo que exista duda sobre otro aspecto: nunca antes la televisión o el cine han presentado algo tan parecido a la unidad novelesca. Esas cinco maravillosas temporadas responden a un plan maestro que sobrevuela la mera anécdota ingeniosa, el incidente vibrante o el episodio redondo para convertirse en un mundo. Es El quinteto de Baltimore con una armonía interna que, a su vez, como lo mejor de la serie negra, trasciende un subgénero para abrazar ese mito que representa la excelencia en la novela moderna: el eterno retorno de lo mismo traspasado a una sociedad y a un tiempo a través de los agentes corrosivos de la ruina. Una tragicomedia de la aniquilación perfectamente modulada. Porque de The Wire habla, no de que todo cambia para que todo siga igual, sino que todo cambio es apariencia para la mirada mortal del hombre y para sus obras: una fuerza implacable se lleva por delante cualquier sacrificio, cualquier astucia, a los justos y a los tramposos, la arrogancia de reyes y el paso cauto de los mendigos. Y así, como en Faulkner, en Onetti o en Rulfo, quizá ya todo y todos estemos acabados desde el principio. Baltimore es una fantasmagoría y es un instante y es todo. Pero hay algo más.
Ese valor añadido, indisociable de lo audiovisual, forma parte de la armonía de la historia y es armonía por sí misma: me refiero a la música de la serie. En primer lugar, y es de agradecer, The Wire ha recuperado con mucha fortuna las canciones al servicio de un contexto, lejos de ese manierismo ya repelente que el último y tedioso Tarantino representa como nadie. Así, a partir de lo que vamos oyendo, se podría escribir un tratado sobre música negra en el empleo de esas canciones que, a veces, sólo duran unos compases, el paso de un automóvil, el batir de una puerta. O el modo en que himnos irlandeses en tabernas policiales enmarcan ambientes falstafianos, o el denso sabor del exceso y el desamparo en el boogie de un bar lleno de estibadores polacos. Pero sobre la construcción de una atmósfera, hallamos una idea tan sencilla y diáfana como original: emplear cinco versiones de la misma canción abriendo cada una de las cinco temporadas. La canción es de Tom Waits y se llama Way Down in the Hole de su álbum de 1987 Frank's wild years. La versionan por este orden The Blind Boys of Alabama (Sublime), el propio Waits, los Neville Brothers, DoMaJe y Steve Earle. Es un poco el "a cada cliente su estilo" de lo que vamos a ver, esa pizca de sabor que nos acompaña durante la hora en que dura el episodio. Un lamento que asume cauces de tradición popular y es también el reverso faulkneriano de una conciencia en tinieblas, ese matiz castizo -si así les place- que tan pocos entre nuestros plumíferos exquisitos -el avestruz ibérico engolado- ha sabido ver nunca en el autor sureño. Un aire de salmo bíblico que asume el blues y acompaña un tono que se aúpa sobre la mención a Jesús, al Diablo y a nuestros propios demonios y no nos dice "todo ángel es terrible", sino que insinúa "todo es y será terrible". La ironía, y quizá la salvación, es, sea, contarlo y cantarlo.
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