Arcadia
En un paradisíaco lugar, con hechuras de altiplano, emplazado al norte de México, vive hoy una pequeña comunidad de menonitas de origen holandés, que seguramente llegaron allí hace siglos, buscando nuevos horizontes para su heterodoxa fe anabaptista, creada por Mennon en la segunda mitad del XVI. Sea como sea, los menonitas se mantienen al margen, lejos de las tribulaciones del mundanal ruido, como si se tratase de una orden monástica de clausura, si bien, cristianos protestantes, forman, por lo demás, familias y trabajan el campo. Una vida, así, pues, completamente normal, que las circunstancias de su aislamiento, sin embargo, ha convertido en un inmaculado mundo feliz. En el caso concreto que vamos a comentar, se añade un exótico punto de contraste, porque no puede haber nada más antitético que un holandés, que se ha mantenido fiel a su lengua y costumbres, en medio del México rural del presente.
Johan, un varón de unos 40 años, habitante de esta idílica comunidad y padre de una media docena de hijos, concibe una impremeditada pasión por otra mujer distinta a la suya. Esta pasión a Johan le resulta desgarradora, porque ama a su mujer legítima Esther, ama a sus hijos, y ama, a su vez, a la ilegítima Marianne, sobre todo, cuando se percata de que ésta es algo más que un simple objeto de deseo. Este peligroso y fatal triángulo erótico no se basa, por otra parte, en el engaño, lo cual aumenta el dolor de todas las partes. En este lugar arcádico, de belleza natural estremecedora, se masca, así, pues, como quien dice, la tragedia, que devana implacablemente su curso fatal, que no es otro que el de la muerte, de suyo tan vecino al del amor. Abrumada por el sufrimiento insoportable, Esther muere de una súbita crisis coronaria. Toda esta historia de desgracia en medio del escenario más bello está narrada, siguiendo el compás de un amanecer y un atardecer, por el cineasta mexicano Carlos Reygadas en una película titulada Luz silenciosa (2007), uno de los filmes más hondos y hermosos que he visto en los últimos tiempos, en el que el ritmo y la intensidad de un Dreyer y de un Tarkovski, así como los mágicos nudos de los cuadros holandeses de la segunda mitad del XVII, se alían todos entre sí para mostrarnos el estupefaciente arcano que es el vivir.
Hacia 1627-1629, un todavía joven pintor francés, Nicolás Poussin, ejecutó el cuadro Los pastores de la Arcadia, donde un grupo de felices jóvenes descubren en una urna, ubicada en medio de un bosque, la inscripción latina Et in Arcadia ego, "también yo en la Arcadia". Ese yo es evidentemente la muerte. Este tema procede, por lo demás, del llamado género pastoril, que, desde Virgilio a Sannazzaro, inspiró muchos versos amorosos de exaltación a la primera edad del hombre, muy feliz, pero no hasta el punto de no toparse con un fatal límite. Todavía 20 años más tarde, Poussin volvería sobre este mismo asunto, con una composición más sabia, pero quizá sin la frescura y el encanto románticos de la primera versión. El refinamiento luminoso de Carlos Reygadas, casi cuatro siglos después, nos alumbra, cruzando los rayos rasantes de una exuberante naturaleza en sazón, nuestro vacilante candil interior. -
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