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Columna
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Saca la lengua

Ya suenan otra vez las trompetas de la discordia. El agua de los pantanos, vencida la sequía, se vuelve turbia. Las ondas emiten otra vez a su dosis diaria de bilis y el resentimiento abunda en la herida: otra vez la España triunfal de la Eurocopa y Wimbledon pierde aceite. Parece que hay que defender lo único que tenemos en lo que todo el mundo se entiende pero, ay, muchos prefieren proclamar la afrenta de que la lengua está atacada por los nacionalismos, que el español se rompe porque no se enseña en los territorios del gallego, del euskera, del catalán. Que son pocas las horas, escaso el empeño, vacuo el Catón.

Las cifras de cotización del arrebato suben en el diario que promulga el manifiesto y cada día algunos nombres salen a la palestra como lamentando que le han tocado a la madre, sí a la misma madre. Así, a bote pronto, les recomiendo que pasen unos días de veraneo en A Coruña para comprobar que la cosa no es para tanto o en Lloret de Mar si creen que por allí empeora o que mismo un paseo por La Concha disipará un poco sus miedos. Señores, seguimos hablando, escribiendo, soñando y maldiciendo en castellano, más o menos del bueno, porque hay que ver lo que se va perdiendo en el trasiego de los SMS, del correo electrónico, de la mala dicción de los políticos, incluida alguna ministra de nuevo cuño feminista, pero todo el mundo tuerce el morro y piensa que la culpa es otra vez de esos bárbaros de la periferia que en sus galescolas hacen a los niños hablar otra lengua, sin pensar que un bilingüismo sano (no como aquél que padecimos los bárbaros, próximo al autoodio) es señal de inteligencia, de cultura, de horizonte.

Ése debería ser el reto: hablar una lengua distinta al desayuno, el almuerzo y la cena

Sin pensar que casi irreparablemente, salvo en los pueblos aislados de la civilización, todo el mundo adoptará ese cielo protector del español, esa membrana natural de los nacidos en este Estado sin que nadie tenga que darnos la bulla por hablar también otra cosa resultante de nuestros genes, de nuestra historia, de nuestros pequeños países y nuestras pequeñas literaturas. Pero no, no hay manera de explicarles que nos dejen en paz incluso a los que protestamos escribiendo en la lengua dinamitera de Valle-Inclán, seca de Machado, lírica de Lorca o mística de Juan de la Cruz, y que lamentamos, a fe mía, no haber tenido esa educación que nos hubiera permitido alfabetizarnos sin sobresaltos, como se quiere ahora, en la nuestra propia. Y así somos una especie rara de hijos adoptivos al que ese primer bilingüismo ha habituado al oído a percibir otras variantes del mundo, a salir y tratar de sintonizar con todo lo que se habla, que ya me gustaría a mí leer en ruso a Dostoievsky y en inglés del bueno a Shakespeare o a curarme este dolor de cabeza con un poema de Hordelin que me entrara de repente en alemán por las meninges, porque ése debería ser el reto, cada día más políglotas y menos catetos, cada día más cosmopolitas y ligeros, cada día hablar una lengua distinta al desayuno, el almuerzo y la cena, una para el amor y otra para los negocios, a ser posible en la misma lengua de esos interlocutores nativos. Pero no, resulta que parece que están preocupados por la afrenta, ahora que hemos demostrado poder coexistir en el mismo Estado y en el mismo campo de fútbol, que hemos demostrado sabernos la lección de memoria, que hemos sabido capear a tiempo la pérdida de nuestras identidades, las lenguas de muchos siglos de intimidad.

Pese a todo, me afecta esa afición por ser más papistas que el papa, más ultras que Plus Ultra, y me alegro de que el himno de todos no tenga ninguna letra que hable de sangre, ni de guerras, ni de patrias, que le saquemos hierro a la marchita militar, que cada uno lleve a su manera la liturgia de la bandera, de la lengua, del himno, del escapulario.

Más de 100.000 manifestantes se han adherido a estas horas al manifiesto, pero tratándose de cosa tan grande, pienso que falta mucho para llegar a nuestros 46 millones y si se ponen pesados a los 400 que vamos en esta nave de los locos dónde de vez en cuando algún líder de opinión invoca vanamente a Cervantes y a Quevedo cuando lo primero que tendría que hacer es leerlos, disfrutarlos y transmitir ese placer a sus hijos pensando que sería un craso error no hacerlo, perderse ese placer que nos ha hecho más libres y más humanos. Lo demás, como decía Shakespeare, es silencio.

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