Pulpo nacional
La tierra está abarrotada de platos típicos como la paella valenciana, el jamón de pata negra y las salchichas de Frankfurt. De ahí que el mundo también esté lleno de nacionalidades, algunas lo suficientemente excéntricas como para adoptar el pulpo como producto nacional. Pero la gastronomía no siempre basta para aliviar el vértigo de la patria, por eso hay gente que consagra su vida a ser de un determinado lugar. Son tipos que nunca se han parado a mirar con detenimiento un mapa, ya saben: mares, ríos, cordilleras... Ni tampoco se han tumbado una noche de verano en la playa a contar estrellas. Clavar los ojos en el firmamento exige cierta vaguedad poética incompatible con los himnos nacionales, ya se trate del extremeño, el finlandés o el de Guinea Conackry. Si a eso añadimos el folklore típico, la ordenación del territorio, el cochinillo a la teja y los tradicionales lazos de amistad entre pueblos que se odian, la cosa se complica. Hay seres profundamente insatisfechos que van por ahí convencidos de que tiene más mérito haber nacido en Guipúzcoa que ser de Albacete. Qué quieren que les diga. Comprendo que la incertidumbre de no saber qué demonios pintamos en este patio puede llegar a ser un incordio, pero hay otras maneras de solucionar los problemas existenciales. Está el ajedrez, por ejemplo, el psicoanálisis o el bricolaje que no hace daño a nadie y con el que lo único que se matan son las horas. Claro que para eso se necesita tener aptitudes.
Vengo a decirles esto porque el otro día estaba asomada a la ventana, pensando en alguna fantasía de las mías, cuando oí por la radio lo del comando lingüístico en defensa del español contra otras lenguas bárbaras. Hasta aquí creo que ha quedado suficientemente claro que el asunto de los nacionalismos me rebota un rato, ahora bien, la filología que no me la toque nadie. Mataría por defender un lexema, aunque fuera en lituano.
Al parecer en el mundo hay alrededor de 3.000 lenguas en peligro de extinción. Un idioma es algo extraordinario, misterioso. No pertenece a nadie. Ni los académicos, ni a los sabios, ni a los sumos sacerdotes. Va por libre, como la canción del pirata. Sin Dios ni amo. Cuando desaparece una lengua, se acaba un mundo. Vale la pena dedicar una vida a salvar cualquier habla aunque para ello haya que grabar a un loro viejo y medio desplumado como hizo Humboldt con santa paciencia en su famosa expedición al territorio de los indios atures. Pero, por las barbas de Panorámix, no es el caso del español, idioma de dulces desconciertos e inquietudes paganas, única patria que profeso en mis libros, los que leo y los que escribo. A pesar de ello opino que esta situación apocalíptica de la lengua común acorralada por el avance de los comanches indígenas según el manifiesto monolinguístico no se defiende ni con el Séptimo de Caballería. En el mar de las lenguas hermanas el famoso hidalgo Don Quijote de la Mancha y el caballero Tirant lo Blanch, siempre han cabalgado juntos. Que no vengan ahora los guardianes de las esencias a complicarnos la vida, enfrentándolos en un duelo mortal. Por favor, señores, un poco de tranquilidad. Este país lo único que necesita son complementos circunstanciales. ¡Vivan los Bosgos!
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