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PPC: ¿partido o colonia?

Para ganar en Cataluña es preciso que Génova 13 entienda la realidad catalana o, al menos, aprenda a conllevarla

"Es muy difícil ser militante del PP de Cataluña". La idea, enunciada el pasado sábado por la flamante secretaria general del Partido Popular español, María Dolores de Cospedal, y recogida en términos sinónimos por otros oradores a lo largo del XII Congreso de los populares catalanes, es vieja de un cuarto de siglo. Ya en 1985, quien había sido líder local de los conservadores, el empresario Eduard Bueno, declaraba a este diario poco después de arrojar la toalla: "Nadie sabe lo difícil que es ser un hombre de Alianza Popular en Cataluña".

Y bien, ¿por qué es tan difícil, por qué lo sigue siendo aunque pasen las décadas y muden las circunstancias? Sí, claro que existen razones de genealogía histórica. Tampoco hay duda de que, para las restantes fuerzas políticas catalanas, ha resultado con frecuencia cómodo y electoralmente rentable estigmatizar al PP. Y, por desgracia, minorías radicales han llegado a veces hasta el acoso o la agresión. Pero los populares cuentan también en Cataluña con poderosos medios a su favor: medios de comunicación y, sobre todo entre 1996 y 2004, instrumentos institucionales. ¿Por qué no han surtido efecto? ¿Por qué el pasado mes de marzo el partido obtuvo los mismos diputados -ocho- que en octubre de 1982, y aún se dio por satisfecho?

Una respuesta telegráfica debe señalar como principal culpable a Madrid. Todos los "giros catalanistas" a lo largo de 25 años, todos los esfuerzos por aclimatar AP-PP al biotopo social, cultural y político catalán -desde Eduard Bueno hasta Josep Piqué, salvando las distancias- han naufragado por culpa de los torpedos lanzados desde la cúpula del PP estatal, a causa de las reiteradas pujas españolistas y las agresiones legislativas o simbólicas de los Fraga, Aznar, Mayor Oreja, Trillo, Aguirre o Acebes de turno. Pero lo peor no es eso. Lo peor ha sido, a lo largo de estas décadas, la absoluta falta de autonomía de los populares catalanes para desmarcarse verbal o gestualmente de aquellas estridencias, para desafiar a Génova 13, para dibujar un discurso propio. De hecho, el gran problema del así llamado Partido Popular de Cataluña es su falta de autonomía tout court.

La asamblea de este último fin de semana ofreció de ello un ejemplo transparente, puesto que carecía de contenido ideológico. Ni el más sutil exégeta habría podido discernir, entre las precandidaturas de Daniel Sirera, Alberto Fernández y Montserrat Nebrera al liderazgo catalán del PP, diferencias doctrinales sustantivas, menos aún riesgos de herejía. Pese a ello, el vértice estatal consideró necesario intervenir, obligó a Sirera y Fernández a una humillante marcha atrás, impuso a Alicia Sánchez-Camacho manu militari y, de rebote, convirtió a la recién llegada Nebrera -su afiliación data del 2 de octubre de 2007- en la heroína de todos los hastiados por tantos años de un trato orgánico colonial.

Colonial, sí. Porque estos días se ha aludido mucho a la caída de Vidal-Quadras en 1996, sacrificado al Pacto del Majestic. Pero es de justicia recordar que, en 1991, fue a él a quien Madrid impuso, en detrimento de quien tenía entonces el apoyo de las bases, Jorge Fernández. Que, en 1985, había sido el dedo de Fraga el que ungió a Eduard Bueno, igual que, unos años antes, a Miguel Ángel Planas. Que, en 2002, el encumbrado por Aznar sería Piqué, y el derribado Alberto Fernández, etcétera... Eso, por no hablar de dónde se han cerrado siempre las candidaturas, de quién ha designado de veras a los alcaldables, presidenciables y demás cabezas de lista. En un partido y entre unos compromisarios tan genéticamente seleccionados para obedecer, ese 43,28% de apoyo recogido por la profesora Nebrera es un termómetro del hartazgo de un importante segmento de la militancia.

Durante su vehemente discurso como candidata a la presidencia del PPC, la diputada Nebrera se preguntó, retóricamente, "por qué no deberíamos ganar de una puñetera vez unas elecciones", se entiende que en Cataluña. A mi juicio, la respuesta es triple. Por un lado, sería requisito imprescindible que la cúpula del Partido Popular español dejase de tratar a sus afiliados catalanes como a menores de edad sometidos a tutela. La emancipación comporta el riesgo de contradicciones discursivas, de divergencias tácticas y hasta tensiones estratégicas, desde luego. Es lo que sucede entre el PSC y el PSOE, y no parece que les vaya nada mal... En todo caso, no hay otra receta viable en un escenario político-identitario como el español.

Por otra parte, el PPC debe dar verosimilitud a sus viejas, retóricas y fatigosas declaraciones de catalanidad. Es fácil, como hizo Alicia Sánchez-Camacho, declararse "muy cansada de tener que justificar que soy catalana y del PP"; pero tal vez aliviaría su fatiga si, en lo sucesivo, evitase repetir que pertenece a "un lugar llamado Cataluña dentro de un país llamado España" (sic). Está bien invocar "ese bilingüismo integrador del que hemos sido siempre referentes", pero resultaría más creíble si quien lo hizo -la diputada Carina Mejías- no hubiese pronunciado todo su discurso en riguroso castellano, lengua largamente hegemónica en los trabajos del XII Congreso. Es loable que la única intervención entera en catalán durante las sesiones congresuales fuese la del diputado por Lleida José Ignacio Llorens -exponente de la derecha fraguista más recalcitrante-, pero no resulta muy esperanzador.

En fin, antes de ganar en Cataluña será preciso que Génova 13 entienda "de una puñetera vez" la realidad catalana o, al menos, aprenda a conllevarla. Este fin de semana, mientras en Barcelona Javier Arenas daba por hecho que aquí se persigue el castellano, en Madrid el astuto Rodríguez Zapatero bendecía la política lingüística de la Generalitat. ¿Saben cuál es la distancia que separa esos dos discursos? Un millón largo de votos y 17 diputados.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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