Oda a la vieja bombilla
Hace años que el petróleo que queda debería guardarse para hacer pomadas y plásticos en lugar de convertirlo en litros de gasolina. Pero, entre la pereza de los usuarios y el miedo de los gobernantes no acabamos de querer verlo. Para que nos bajemos del coche, los ayuntamientos pusieron en marcha "medidas disuasorias". La luz no ha tenido tanta suerte. En 2011 nos apagan la bombilla incandescente. El diseñador Ingo Maurer, un mago de la luz, lo tiene claro: la bombilla de bajo consumo ahorrará energía, pero aumentará el gasto en psicólogos. Y en oftalmólogos. La lámpara de 15 vatios es mortecina, triste como un día nublado. Ni rastro de la vieja calidez incandescente.
¿A cuántos especialistas en iluminación habrán consultado para decidirse a ahorrar ese 3% de electricidad que consumen las bombillas? ¿Qué hay del otro 97%? ¿Cómo debemos interpretar esta prohibición? ¿Implica que necesitamos más el coche que la luz? ¿Somos tan inmaduros que no podemos moderar el uso de una bombilla y nos la tienen que prohibir? ¿Por qué no establecer medidas disuasorias como permutar los precios haciendo que cueste 60 céntimos la de ahorro energético y 10 euros la incandescente? ¿Será subversivo esconder bombillas incandescentes? ¿Serán clandestinos los locales iluminados por las bombillas de Edison? Nuestras elecciones nos describen. Deciden la luz de nuestra vida. La drástica medida revela más una voluntad por aparentar preocupación sostenible (lo vamos a ver todos) que un ahorro de energía considerable.
Si de verdad queremos seguir los pasos de los alemanes, ¿por qué no se penaliza a quien no separa las basuras en componentes reciclables? Vivimos en un país que no se ha atrevido, como Italia, a prohibir el tabaco en los locales públicos. Pero a nadie le ha temblado el pulso por condenar a la incandescente.
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