Corbatas
Soy de los que necesitan tiempo y pausa para despertarme del todo, sin voces ni estridencia, a mi rollo, con las manías y excentricidades de los que llevan mucho tiempo viviendo solos. Es muy raro que entre esos rituales legañosos precise de los sobresaltos que provocan las noticias del mundo, y tampoco he logrado nunca sentir ni una pizca de adicción hacia unas señoras apellidadas Campos y Quintana, ancestrales emperatrices del marujeo mañanero en versión castiza o con pretensiones de finura. Pero alguna vez me ocurre que en estado sonámbulo aprieto el mando fatídico y me encuentro con tertulias que ya están arreglando el mundo en horario tan raro.
En una de ellas, Luis Herrero, señor con el que siempre me hago un lío porque no sé si se dedica al periodismo o a la política, dualidad nada esquizofrénica y extendida hasta la náusea en dos profesiones que los habitantes del limbo suponían incompatibles, comenta la trascendente decisión de un ministerio respecto al uso o desuso de la académica corbata. Puedo imaginar un diálogo de Groucho con la siempre machacada Margaret Dumont en el que ella le interroga sobre la forma de combatir al cambio climático y Groucho le ofrece esta marxista solución: Quitándose la corbata.
Lamentablemente, no estamos en Sopa de ganso sino en la delirante realidad. Y ésa es una de las grotescas soluciones del lúcido Miguel Sebastián para ahorrar energía eléctrica en los edificios públicos. Imagino que debido a la naturaleza de prenda tan académica, tan retrógrada, tan burguesa, símbolo inequívoco de la lucha de clases.
No sé que me da más grima, si un político chivándose en un debate en televisión de que su rival se lo monta en el lecho con un pivón presuntamente corrupto o el mismo tipo desterrando la corbata para salvar el planeta. A lo peor asfixia aún más la ropa interior. Todos a currar desnudos. Qué peligrosa es la estupidez.
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