Cómo deshacerse de Mugabe
Puede que Mandela sea más útil que el Todopoderoso a la hora de apartar a un gobernante que ha convertido Zimbabue en un infierno sobre la Tierra. Y hay que excluir el uso de la fuerza
Independientemente de que crean en Dios o no, ha llegado el momento de echarle una mano. Robert Mugabe, el niño de misión católica convertido en tirano, dice que "sólo Dios" puede apartarle del poder en Zimbabue. En ese caso, yo estoy con Dios. Duro con él, Señor. (Silencio en las alturas. Maldita sea).
Lo que vemos hoy en Zimbabue es puro terror político, orquestado exclusivamente para extender el reinado de un gobernante que en otro tiempo fue legítimo pero hoy es ilegítimo y que ha llevado a su pueblo a un infierno en la tierra. La pobreza, el asesinato, las violaciones y palizas en masa están a la orden del día, y este viernes se han celebrado unas supuestas elecciones que son un fraude descarado. Que el propio Mugabe sea mi testigo. "No vamos a ceder nuestro país por una simple X", advirtió este mes. "¿Cómo va a luchar un bolígrafo contra una pistola?".
Mugabe dice que sólo Dios puede apartarle del poder. En ese caso estoy con Dios. Duro con él, Señor
El desenlace depende del pueblo de Zimbabue y sus vecinos africanos. El bolígrafo, al final, vencerá a la pistola
Si "sólo Dios" puede apartarle, Mugabe dice también que "los británicos y los estadounidenses quieren jugar a ser Dios. Se han atribuido un papel que no es el suyo, el de instalar y deponer gobiernos. Y aquí quieren hacer lo mismo, pero nosotros les decimos que no son Dios". Ese argumento tiene partidarios, sobre todo en el sur poscolonial y sobre todo después de Irak. Cuando el ANC surafricano -que podría influir en Zimbabue mucho más que Londres y Washington- se decidió esta semana, por fin, a condenar al Gobierno de Zimbabue por "aplastar los derechos democráticos ganados a pulso" de su pueblo, insistió en recordar cómo pisoteaban los principios de la libertad y los derechos humanos los antiguos gobernantes coloniales de África. "Ninguna potencia colonial en África, y mucho menos Gran Bretaña en su colonia de Rhodesia", afirmó el ANC, "demostró jamás ningún respeto por estos principios".
Luego está el llamamiento a la soberanía de Estado absoluta e ilimitada. En un acto electoral celebrado el martes, Mugabe gritó: "Las elecciones son nuestras; somos un Estado soberano y no hay más que hablar". En cambio, el líder de la oposición, Morgan Tsvangirai, ha pedido la presencia de una fuerza de paz encabezada por africanos y apoyada por la ONU en el país. En privado, los altos cargos de su partido, que obtuvo más escaños que el Zanu-PF de Mugabe en las elecciones parlamentarias de marzo, van más allá. No creen que a los gobernantes haya que dejarles que asesinen sin pagar las consecuencias, escudados en el telón de acero de la soberanía absoluta. Piden más ayuda exterior. Quieren que la ONU haga más de lo que ha hecho con su reciente resolución del Consejo de Seguridad y, sobre todo, quieren que el presidente surafricano, Thabo Mbeki, se pronuncie. Acusarles de ser neocolonialistas occidentales es tan absurdo como acusar a una víctima de asesinato de ser el asesino.
Zimbabue, pues, nos lleva de vuelta al gran debate de nuestro tiempo, sobre los pros y los contras de la intervención. Y lo primero que hay que decir es que dicho debate se ve lastrado por la costumbre de reducir "intervención" exclusivamente a la acción militar. Hay cientos de formas de que unos pueblos y Estados intervengan en los asuntos de otros sin recurrir al uso de la fuerza militar.
La guerra, para que sea justa, debe ser siempre el último recurso. En una columna que escribí el mes pasado examinaba algunos de los criterios clásicos de guerra justa y concluía que no estaba justificada la intervención militar en Myanmar. Lo mismo pienso hoy sobre Zimbabue. Para mantener como es debido el orden internacional, el listón de la causa justa para estas intervenciones debe estar muy elevado; más o menos, al nivel de un genocidio real o inminente. Sería muy poco probable que la ONU proporcionara la autoridad debida para dicha acción. Entre las objeciones en los casos de Zimbabue y Birmania hay una crucial, que es la falta de una perspectiva razonable de éxito. ¿Qué harían esas tropas y cómo ayudarían a mejorar las cosas? El argumento teórico sobre la legitimidad no puede separarse del práctico sobre la eficacia.
Pero la elección no está entre invadir o quedarse sentados sin hacer nada. Echar mano a la pistola o dejar todo en manos del tristemente callado Todopoderoso. La pistola o Dios es la falacia a la que se aferra Mugabe. Cuando pregunta "¿cómo va a luchar un bolígrafo contra una pistola?", nuestro deber es proporcionarle la respuesta.
He aquí, sin orden específico, siete cosas que podemos hacer otros países para ayudar a la mayoría de la población de Zimbabue a que se reconozca su voluntad democrática. Podemos -a través de nuestros gobiernos elegidos- esforzarnos en obtener una segunda resolución de la ONU que sea más enérgica que la anterior. Podemos animar a nuestros gobiernos -a todos los posibles, sobre todo los que no son del Occidente tradicional- a no reconocer como gobernante legítimo de Zimbabue a quien venza en las elecciones fraudulentas del terror que estaban previstas para el viernes (pese al llamamiento que hicieron el miércoles los líderes de Tanzania, Angola y Suazilandia para que se aplazaran).
Podemos avergonzar al gigante minero AngloAmerican para que, si permanece Mugabe, no siga adelante con su inversión de 300 millones de euros en una mina de platino en Unki. Podemos hacer público que la reina de Inglaterra -el "nos" real- ha despojado, por fin, a Mugabe de su título honorífico de caballero. Podemos, como individuos, firmar la carta a Thabo Mbeki y otros dirigentes de Suráfrica disponible en avaaz.org, que se pretende publicar en periódicos de toda la región (el número de firmantes ha pasado de 90.000 a más de 111.000 mientras escribía el artículo. Acabo de ser el número 111.226).
Además, cualquiera que esté en Londres puede unirse a la pequeña manifestación prevista durante la fiesta del 90º aniversario de Nelson Mandela en Hyde Park para pedir respetuosamente al viejo héroe que inste a Mugabe a dejar el poder. La discreción de Mandela y su lealtad para con su sucesor Thabo Mbeki han durado más de lo que debían, a este respecto. Hay pocos contrastes más dolorosos que el existente entre estos dos veteranos dirigentes anticoloniales y presos políticos, Mandela y Mugabe: uno, ennoblecido por la larga lucha y la prisión prolongada, y otro, resentido. Pocas voces pueden tener más peso en el mundo que la de Mandela pidiendo a Mugabe que se vaya.
Por último, deberíamos escuchar lo que dicen los legítimos representantes de la mayoría en Zimbabue sobre la intensificación de las sanciones. Una objeción comprensible es que "unas sanciones más amplias perjudicarían al pueblo, que ya está sufriendo bastante". Sin embargo, a veces, el propio pueblo está dispuesto a sufrir para ganar algo a largo plazo. O, al menos, eso es lo que nos dicen los representantes legítimos, y ¿de qué otra forma lo vamos a saber? Ése fue el mensaje del ANC bajo el régimen del apartheid en Suráfrica y el de Solidaridad en Polonia. En ambos casos, la historia indica que las sanciones contribuyeron a conseguir un buen resultado final. En otros lugares, las sanciones empeoraron las cosas. Decir sencillamente que "las sanciones no funcionan" es una generalización inútil y perezosa.
De forma aislada, ninguno de estos pasos obtendrá el efecto deseado. Algunos, individualmente, corren peligro de ser objeto de ridículo (Caed, Sir Robert... yo mismo podría escribir el parlamento). Y todos juntos tampoco van a librarnos del monstruo; eso depende del pueblo de Zimbabue y de sus vecinos surafricanos. Pero estas sugerencias pretenden contrarrestar la idea de que no podemos hacer nada. Y hay una cosa de la que estoy seguro: tarde o temprano, incluso en Zimbabue, el bolígrafo vencerá a la pistola. -
www.timothygartonash.com. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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