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Columna
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Malos jueces

No creo en Dios ni en el infierno, pero no le hago ascos a una buena historia de aparecidos. Tras el injusto castigo de sólo 6.000 euros de multa impuesto por uno de su gremio al juez que dejó pasar durante 17 meses la condena que pesaba sobre el presunto asesino de Mari Luz y le permitió campar por sus respetos, creo que nos merecemos un buen cuento de terror y de venganza. Parece que a nadie le importa el desastre judicial que desembocó en el atroz final de la niña. Parece que sus señorías duermen tranquilas, con esa elástica conciencia que proporciona toda una vida de impunidad y de mando.

He aquí el cuento.

Todos los niños y niñas del mundo que han sido torturados, violados y asesinados a lo largo de la historia del mundo se reúnen un día al año en lo alto de una nube blanca, para recibir a los nuevos pequeños mártires. Por desgracia, la cosecha anual es cada vez más abundante.

Para los recién llegados se ha instituido un recibimiento amoroso y pausado que incluye ceremonias de paz y de olvido, inventadas por los más veteranos a fuerza de buscar su propio consuelo. Hay cantos, y hay lluvia de flores y hay agua de nieve que limpia las heridas y regenera la carne magullada, y caricias que son como música. Las víctimas recuperan poco a poco su condición de niños, sus juegos, su inocencia. Al terminar las risas, los niños del último año se entregan al primero de los sueños buenos. Los otros se envuelven en capas y se cubren la cabeza con capuchas y descienden a la tierra siguiendo una corriente de oscuridad que sólo ellos conocen. Esa noche, todos los niños escarnecidos del mundo se acercan a sus verdugos, sean asesinos o jueces, y les hielan con su aliento. No creo en Dios ni en el infierno y cada hora que pasa confío menos en la justicia para con los débiles. Por eso he de contarme cuentos de aparecidos.

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