A cara de perro
"Cuando en un grupo habla el más tonto, el grupo siempre adquiere el nivel del más tonto", me dijo alguien que pertenecía a un equipo donde uno se la juega solo. Era escritor. Se llamaba Rafael Azcona. Le doy la razón. Pero precisaría más. Las muecas, los estribillos, las risas, las ideas y los estornudos se contagian como si de un catarro se tratara y el grupo se convierte en una charca donde croan ranas. El grupo es el preludio de la masa. Por eso detesto llamar grupo a la selección nacional. Un grupo toca la guitarra, sale de copas, arregla el mundo, resulta simpático o gamberro, pero no es necesariamente un equipo. O, si lo prefieren, un equipo no es solamente un grupo, sino un conjunto disciplinado cuyos componentes obedecen a una estrategia, previamente elaborada y ensayada, en función de un objetivo común. Para seleccionar nombres y plantear tácticas basta una pizarra. Para una amable convivencia basta una mesa de billar. Pero el equipo se forja en el transcurso de encuentros y, cuando estos encuentros se producen en plena competición, resulta muy peligroso alterar lo que está en ciernes. Apenas pergeñado un equipo, nuestro seleccionador nacional prueba con otro equipo para, según sus palabras, dar descanso a unos, premiar a otros y contentar a todos. Loable propósito si se tratara de un grupo de colegiales después de aprobar los exámenes. Pero el curso acaba de empezar y los antecedentes de este tipo de ensayos nos traen a la memoria las dudas y contradicciones en el último Mundial (siesta incluida ante Arabia Saudí).
Hay equipos que, para bien o para mal, tienen un carácter futbolísticamente homologado. La selección española, no. Siempre está inventándose a sí misma. Por momentos, brilla con imaginación y talento. Nunca le falta voluntad. Y eso ilusiona. En otras ocasiones, su talento no está a la altura de su talante y un exceso de voluntarismo anula su imaginación. Por ahora vamos bien. Además, hemos marcado goles decisivos en el último suspiro y esa es la suerte de los campeones. Pero, justo antes de la confrontación con Italia, el llamado grupo se ha escindido en dos equipos con similar capacidad. Buena noticia, si no fuera por el temor a que criterios geométricamente contradictorios de horizontalidad y verticalidad propicien que la sombra de la duda se expanda sobre el césped y caigamos en la tentación de improvisar un tercer equipo de fusión. Italia ya no es la Italia de antaño, pero se las sabe todas, está eufórica y no perdona. Los conozco. Su instinto depredador les permite oler el miedo que emana de cualquier indecisión. Con ellos, sólo cabe un grupo: el grupo salvaje de mi amigo Sam Peckinpah. Dicho sea de paso y bromas aparte, la violencia no nos conviene en absoluto y cualquier provocación se volvería contra nosotros y frustraría nuestro mejor quehacer. Por ello considero una falta de responsabilidad traer ahora a colación, y en titulares, lo de la vendetta de Luis Enrique. Un equipo, y no el grupo, dará respuesta en el campo, sin perder diapasón ni compostura y jugando al fútbol, a una Italia recién resucitada que, a diferencia de Lázaro, no sólo anda sino que corre sin renquear. Será un partido a cara de perro donde la concentración es vital y la duda letal.
Hablando de encuentros a cara de perro y para sorpresa de los que piensan que en la Liga italiana del inexpugnable catenaccio nunca se marcaban muchos goles, me remitiré a un Inter-Bolonia del año 62. Un Inter, por cierto, sin Suárez, Corso ni Zaglio, lesionados, y con un controvertido Helenio Herrera a quien nombraban por sus siglas, apodaban La Bomba H y llamaban, entre otros epítetos, charlatán y dictador. Vamos allá. A los ocho minutos, el Bolonia gana 1-0. A los veintitrés, el Inter empata. A los treinta y siete, el Inter gana 2-1. Treinta segundos después, el Bolonia empata de nuevo. Tres minutos más tarde, el Bolonia gana 3-2. Otros tres minutos después, el Inter empata a tres. Así acaba el primer tiempo. A los diez minutos del segundo, el linier da por bueno un gol fantasma y el Bolonia se adelanta 4-3. Cinco minutos después, empata el Inter que acabará ganando 6-4 (para más morbo, con goles de Morbello). El toma y daca dio al traste con el pormenorizado informe técnico que yo había realizado sobre el Bolonia y en el que opinaba que el primer gol sería decisivo. Algo así diría de cara al España-Italia si la experiencia boloñesa no me aconsejara dejar al balón la última palabra, con la secreta esperanza, eso sí, de volver a ver algún día un partido como aquél.
Martín Girard es el seudónimo que el cineasta y escritor Gonzalo Suárez utilizaba en sus tiempos de cronista deportivo.
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