Profesionalidad
Tropiezo al azar, por esa insana costumbre de encender de vez en cuando un aparato especializado en vomitar materia fecal, con el relajado y sonriente rostro de uno de mis actores favoritos. Se llama José Bono y se supone que le están entrevistando, buscando los entresijos de su complicado pensamiento y de su torrencial humanidad. Pero el interrogatorio que le hace la complacida Lorena Berdún es dulce, con el tono laudatorio de las hagiografías pactadas, del arrullo propiciando el entrañable monólogo del invitado.
Disfruto aún más del arte escénico de Bono cuando algún iluso intenta en vano y patéticamente ser inquisitorial con él, acorralarle, desmontar su insuperable populismo, que muestre sus preferencias por el blanco o por el negro, lanzar concienciado ácido sulfúrico contra la imagen del político al que ama el pueblo llano, los católicos y los agnósticos, la gente de bien de las dos Españas. También prefiero al enérgico presidente del Congreso lanzando bíblico fuego contra los republicanos sin modales que, utilizando un homenaje a los represaliados del franquismo, se atreven, los muy felones, a exhibir una bandera republicana, a cuestionar a estas alturas la sagrada legalidad democrática de esa monarquía divina que vela por la felicidad colectiva de los españoles. O al colega y aliado más fiable que han tenido nunca Guerra y Zapatero. O al inmisercorde látigo del piadoso Trillo, aquel guerrero épico al que la historia le impuso conquistar Perejil en un glorioso amanecer.
Pero me hace menos gracia el seráfico Bono que sólo cree en la religión del amor, el que potencia el sentido de su existencia adoptando a una desvalida criatura, el que tiene que sonreír en público cuando se siente destrozado por las calumnias, el convencido de que Dios no es de derechas, el progresista que se desvive por los derechos de los homosexuales, los diabéticos y los divorciados. Profesionalidad es usted, hombre de La Mancha.
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