Leve fiebre guerrillera
Fiebre de banderolas y de propaganda municipal. Fiebre de banderolas como espejos blandos, donde se refleja una ciudad sin azogue. La plata viva de la gente ha quedado prodigiosamente inmóvil bajo el aleteo de los banderines con que el Ayuntamiento nos recuerda ahora que vivimos en Barcelona. Cada uno vive donde puede, o donde no le echan. El municipalismo quiere convencer con una felicidad de Photoshop, pero la gente es más modesta y lo que quiere es la felicidad del casachock. Fiebre relamida de catequista de izquierdas. Barcelona es una ciudad donde vive el hombre alto y delgado que promociona los helados Ben & Jerry's disfrazado de vaca, con su voz cazallosa y con su barba sin podar, y es también donde vive el moro alto y delgado, esposado con las manos a la espalda, y puesto descalzo para que no salga por piernas, encarado contra los cristales de la tienda de telescopios de La Rambla, bajo la custodia de los ángeles del orden que acaban de llegar en su grillera, o como ahora se llame.
Fiebre de libros de bolsillo en el bolsillo de la cazadora, con pétalos de pensamiento sublimándose entre dos páginas. He arrancado una flor en una tapia de la avenida de Pedralbes para meterla entre la correspondencia de Baudelaire, que le confiesa a la madre su horror a la vida. Décimas de fiebre de vivir codo con codo con el portero de la calle de Aribau que escucha el partido de España, la radio pegada al oído como un paisaje cosido a los ojos. Décimas febriles de cruzarme con el conserje de la avenida de Pedralbes, que va de uniforme y lleva al contenedor la basura del edificio en un carrito de hipermercado, y al vaciarla se le queda un poco de lechuga en sus guantes de lana negra. Febrícula de subir al monasterio de Pedralbes con el libro de Baudelaire en la mano igual que una Biblia lírica y maldita, escrita por un poeta demasiado cristiano que a los 40 años le confesó a su madre que ya no era un niño ingrato y violento... En el monasterio todavía es otoño. Es un otoño de largas paredes de piedra y de escaleras de piedra, y es todavía, contra todo clima, un otoño de cielo encelado de nieblas y de nubarrones. El zureo de las palomas y el canto extravagante de un pájaro intocable. Cielo de Pedralbes afiebrado de árboles y de goticismo. En la iglesia del monasterio, una monja vieja y con gafas prepara el órgano para la misa, y así va atravesando los siglos con su hábito pardo, con su velo negro y con el cordón blanco con el que las clarisas se atan a la vida tras las rejas de este mundo. Sobre las piedras del monasterio, un chico de 2º de ESO se ha dejado sus cuadernillos de música y matemáticas, y de esta manera se ha convertido en un chaval sin proporcionalidad y sin interés simple, y que ya no va a saber cuánto hace de largo el arco del violín.
Abajo, donde media Barcelona abre los ojos para no ver nada, se verticaliza entre el resto de los edificios la mole azabache y exacta de La Caixa, sagrada como la piedra negra del dinero. Fiebre de vivir hombro con hombro con los niños que tiran ya los primeros petardos (chinos estrellados, carpinteros de pájaro carpintero, piules de culo plano...) y que juegan con pistolas de agua en una plaza del Guinardó, mientras sus padres beben cerveza a la puerta del bar. Y en un bar-churrería frente al ambulatorio de Maragall, una mujer relata sus experiencias psíquicas, y cuenta cómo fue poseída una vez por el espíritu de su tío difunto, y entonces otra mujer le da un manotazo a su marido, que mira absorto por la cristalera de la churrería, y le suelta: "¡Tú si te mueres, ni se te ocurra!".
Leve fiebre guerrillera, como la de los poetas de Sant Gervasi que bailan su danza lírica y burguesa alrededor de un azufaifo. Fiebre mansa de Barcelona.
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