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Columna
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Una de vaqueros

Tiene este Estado donde nos ha tocado vivir cosas que me sacan de las casillas y que han sido, siguen siendo y seguirán existiendo en la época de nuestro biznietos. No sé si la Monarquía llegará a tanto pero los toros, fiesta bárbara y ruin, gozan de buena salud en el tiempo y en el espacio. Cuando a veces me han preguntado o me preguntan como a todo bicho viviente por la fiesta nacional pongo la misma cara que con el desfile de las fuerzas armadas aunque concedo al contrincante una respuesta surrealista para mi de profundo significado:

- Estoy con las vacas.

Gozo así de la profunda y sentida antipatía de gente muy admirable en otras artes que se pasan la vida suspirando por faenas mitológicas en la Monumental o la Maestranza o en cualquier ruedo ibérico en el que casi siempre los mismos personajes festejan, como en el circo romano entre la sangre del animal y el whisky con hielo, el nacimiento de un nuevo Espartaco. Y nada tengo contra el dicho José Tomás, pero sus hazañas me son un pelín más indiferentes que las de Indiana Jones y su presunto carisma de novio de la muerte menos emocional para mis adentros que una serie vespertina de Antena 3.

La Galicia lechera nos libró a casi todos de ciertos atributos del régimen

Preguntándome las razones de tan aguda indisposición me he encontrado de lleno con un paisaje gallego en el que las vacas fueron algo así como mi cosmogonía y la de muchos hijos del campo, cowboys sin espuelas al que la vida nos ha dado esa profunda nostalgia del olor a los prados, las madrugadas que alumbraban nuevos terneros y el indeleble olor y sonido de aquellas grandes lecheras de zinc que guardaban el maná que nos alimentaba.

Es decir, profundo respeto por los animales, por su vida, su crianza, su enfermedad y, a decir verdad, su muerte. Los toros si acaso se aparecían en la prensa del régimen o en los relatos apócrifos de alguien que había pasado por la Corte donde ahora vivo y que es morada de tanto desasosiego; ya saben las leyendas urbanas de Hemimgway en San Fermín, de Ava Gardner en la trastienda de Chicote, de Dominguín y Ordoñez... Relatos que caían lejos de mi atención ya que ningún compañero de colegio optaba por ser El Cordobés suplantando a Amancio o Luis Suárez.

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Ya digo, pese a los esfuerzos de A Peregrina en Pontevedra, por traer a diestros consagrados, no recuerdo yo afición entre los míos a no ser aquella plomiza televisión tardofranquista que transmitía los festejos como una misa nublada por el humo de los farias y las copas de osborne.

La Galicia lechera (¡hay que ver cómo sube ahora junto al petróleo!) nos libró a casi todos de ciertos atributos del régimen que, por mucho que insistan amigos y allegados, a mí se me antojan profundamente vinculados a cierta "romanización" de la especie y por mucho que Picasso o Sabina o Bergamín me lo pinten de cubismo padre o existencialismo del copón, me quedo fuera del ruedo sufriendo por esos rejones y aceros, por esa música de metales, ajeno a esos tendidos de alcaldes, militares y banqueros apurando los cohibas de la tarde.

Pese a mi pronunciado dolor de mamífero vacuno tampoco tengo las ubres de Alaska ni los cueros de alguna modelo para ponerme en plan vindicativo, pero me alegré mucho cuando Catalunya decidió expulsar los toros de su territorio y me gustaría también que alguien en Galicia, pese a que nos queda un poco al margen del interés público, decidiera presentar en el Parlamento esta iniciativa. Supongo que las fiestas de muchos pueblos y ciudades tienen bastante repertorio ya para animar a la concurrencia y pueden prescindir a gusto de la corrida y plazas, lo que se dice plazas, no quedan en nuestro reino. Por lo demás nadie pone a Galicia en el mapa de la tauromaquia y, estoy seguro, de que pese a nuestra sedición nada cambiaría en el Ruedo Ibérico.

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