Arquitectura efímera
Hablar de arquitectura efímera es un pleonasmo; quiere implicar la existencia de otro tipo de arquitectura invencible al tiempo, la intemperie y el derrumbe de los imperios, en la ignorancia o el olvido de que todo edificio, aun los rocosos palacios de nuestros antepasados, tiene fecha de caducidad y de que el destino irremediable de todo monumento se halla en los escombros. Arquitectura efímera es una expresión consagrada por la Historia del Arte para referirse a esas construcciones que, como flores de un día o supernovas, tienen por misión brillar momentáneamente antes de desaparecer. El propósito puede parecer descabellado; la cultura nos ha acostumbrado a templos, mausoleos y anfiteatros erigidos con la intención de perdurar y de competir con esos elementos del paisaje que nunca envejecen, las montañas, el cauce de los ríos, el estricto horizonte. Y uno se pregunta qué sentido hay en alzar opulentos edificios, muchos de ellos con un empacho de columnas, frontones y zócalos, que nacen de la artesa del albañil con el signo de la destrucción ya marcado en sus junturas, como inútiles y costosos homenajes a la esterilidad de toda obra humana. En el Renacimiento y el Barroco, la arquitectura fugaz conoció su cenit: la práctica casaba bien con unos tiempos en que la literatura se preocupaba constantemente de recordarnos que todo es vanidad, que poco valen el esplendor de las cortes y el laurel de las victorias ante la decadencia irremediable del reino de este mundo, esa época en cuyas pinturas proliferaban las calaveras y los ocasos.
La misma moraleja puede aplicarse, quizá, a la colección de ilustraciones, proyectos y maquetas que en estos días ocupan el Museo del Agua de Lisboa y que recogen una panorámica de la arquitectura efímera fabricada y destruida en Sevilla a lo largo de los siglos. La muestra, que lleva por título Rito y Fiesta: una aproximación a la arquitectura sevillana, viene auspiciada por el Colegio de Arquitectos de la capital y revisa exhaustivamente los productos de este arte instantáneo que en alguna ocasión decoraron nuestras calles y plazas. El censo incluye, como no podía ser de otro modo, los inevitables arcos del triunfo y las honras fúnebres: desde la entrada victoriosa dispensada a Fernando el Católico en 1508 hasta el túmulo a Felipe II que excitara los versos más venenosos de Cervantes, quien sospechaba que más que la muerte de un monarca aquel despilfarro celebraba la de toda una nación en quiebra. Por supuesto, la exposición incluye profusa documentación sobre las formas de construcciones caducas que han persistido hasta nuestros días, las portadas de la Feria, las velás y la fastuosidad churrigueresca del Corpus Christi. La propia exposición, igual que el material que exhibe, también es efímera: de hecho anduvo por la propia Sevilla hace casi un lustro en una Plaza Nueva que poco se parecía a la que ahora pisamos y de donde desapareció, también, sin dejar rastro. El único testimonio que resta de esas monstruosidades que en su día hicieron abrir la boca a los viandantes son mustias fotografías, dibujos sobre los que amarillea la tinta, planos de alzado que parecen el banal ejercicio de un estudiante de delineación. Sorprende que un arte de tan larga tradición coincida con los postulados más radicales de la estética contemporánea: hoy se tiene por rabiosa modernidad declarar que toda obra está condenada de antemano a la muerte y que el plástico, el papel o la basura resultan materiales más honestos que el granito y el mármol, descalificados por un largo pasado de palacios imperiales y maravillas del mundo. En fin; estos bosquejos sobre papel podrían alegar ante las catedrales que todavía se tienen en pie aquella agudeza de un poeta que no recuerdo: si la meta es el olvido, yo he llegado antes.
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