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Columna
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El saco de algarrobas

Hace tres años un tipo desarmó un cobertizo de madera abandonado en una orilla del Rin. Lo usó como balsa y navegó río abajo hasta Basilea. Después lo rearmó en la sala de un museo y gracias a esa genialidad, Simon Starling, que así se llama el artista, se embolsó las 25.000 libras del premio Turner, muy celebrado en el arte contemporáneo, que cada año otorga la galería Tate de Londres a británicos menores de 50 años. En 1995 Damien Hirts sedujo al jurado tras meter una vaca y a su ternero, respectivamente seccionados, en depósitos de formol. Aquel desecho cárnico llevaba por título La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien viviente, y eso que no competía en ningún certamen literario, ni siquiera catalán. En otra ocasión Chris Ofili, al parecer artista de origen nigeriano, alcanzó la gloria a base de utilizar excrementos de elefantes en su obra. No se sabe si él mismo apilaba la materia prima, tras esperar pacientemente a que los paquidermos evacuaran en la inmensidad de la sabana. Memorias de África. Este año tenía todas las de ganar una rama de chopo calzada con una zapatilla roja y algo gastada, probablemente del 37. De todas formas, para mi gusto nadie ha superado a Martin Creed, que se echó a la pera el botín de la Tate Gallery en 2001, tras mostrar una habitación vacía con una luz que se encendía y apagaba. Kim Howells, ministro de Cultura en el Gabinete de Tony Blair, calificó estas extravagancias como basura conceptual. No opinaba igual uno de los finalistas. Liam Gillick cree que el medio ambiente visual afecta al comportamiento de la gente, y tiene razón: basta asistir a un pleno de las Cortes Valencianas o del Ayuntamiento de Rita Barberá para comprobar en carne propia los cambios de humor. Una reunión del Gobierno de Francisco Camps, más restringida, abduce a sus asistentes hasta extremos insólitos, como se demuestra en las subsiguientes declaraciones aderezadas con grandes eventos, trasvase del Ebro, ejemplaridades varias ante el mundo mundial y resto del menú. Los caminos del arte también son inescrutables y ya no basta con adivinar si determinada abstracción de reconocido autor fue colgada del revés.

El otro día apareció en el recibidor de la Facultad de Geografía e Historia una instalación a base de algarrobas, para conmemorar el día del Medio Ambiente. El escultor Sergio Ferrúa logró su propósito de llamar la atención. Enhorabuena. Los del edificio de filólogos y periodistas ma non troppo perdieron la ocasión de sorprendernos con un surtido de sandías y melones. Aquel saco de algarrobas contenidas en círculo no indicaba a los estudiantes otro camino hacia Bolonia, con las vainas coriáceas como metáfora multidisciplinar: desde manjar de equinos, hasta remedio antidiarreico, sin olvidar su potencial gastronómico. Al decir de una profesora, simbolizaba el diálogo con la naturaleza, pero no a través de la dominación. Durante los muchos veranos que doblé la espalda para cumplir con un ritual familiar pésimamente remunerado en los mercados agrícolas, nunca imaginé, pobre dominador, hallarme en una instalación artística a pleno sol. Mea culpa.

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