En privado
Piénselo: ¿cuántos de sus pequeños placeres privados prefiere mantener privados? Dejemos de lado el sexo, que da para mucho. Quizá un pedo estruendoso en el baño, o un eructo de los que hacen temblar las cortinas, o rascarse el culo hasta el escozor, o sorber la sopa, o regodearse en un blog de extrema derecha, o discutir a voces con la radio. Sea cual sea su lista de asuntos privados, es suya.
Las preferencias televisivas tienen mucho que ver con la privacidad. Ya saben que, cuando se realiza un sondeo, los documentales zoológicos de La 2 están siempre entre los programas favoritos. La telebasura, en cambio, no la ve nadie. Pero todo el mundo habla de ella. Si esta columna tiene treinta lectores, unos diez de ellos dedicaron la velada dominical a una actividad de las que no se pregonan. Ni vieron documentales, ni leyeron un ensayo sobre el cambio climático, ni contaron un cuento a sus niños: muchos de ustedes, señoras y señores, se engorrinaron con la transformación de Bea. Yo soy Bea podría ser proclamada, con argumentos de peso, como la peor serie española de todos los tiempos. Alargada hasta la náusea (447 capítulos), con diálogos inanes, colgada de un guión risible, dotada de personajes sin ningún calado y con un trabajo de interpretación de los que hacen época (en el sentido en que hizo época Arias Navarro), la exitosa serie de Tele 5 ha ingresado con pleno derecho en la antología de los bodrios televisivos.
Y, sin embargo, más de la mitad de la audiencia quiso participar del momento en que Bea, la hermana monja de Groucho Marx, se convertía en un Groucho Marx depilado, maquillado y con lentillas. Yo participé, y no por prurito profesional. Vi ese capítulo y había visto ya otros. ¿Por qué? Porque una de las funciones de la tele es atontarnos o dejarnos pensar mientras miramos una pantalla. Yo soy Bea, tan mala como es, y será, constituye una de esas cosas inofensivas que hacemos en privado.
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