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Columna
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Vergüenzas sin fronteras

Sinceramente, no veo que haya que estar orgulloso de ser gallego. De entrada, como de cualquier otra circunstancia que viene dada, igual que se puede estar contento de tener los ojos verdes y medir 1,85, pero no orgulloso. De salida, porque como ya decía Goethe, y eso que era alemán y llegó a ministro, "el orgullo más barato es el orgullo nacional, que delata en quien lo siente la ausencia de cualidades individuales de las que pudiera enorgullecerse".

Bueno, quizás podemos tener la conciencia colectiva más tranquila que la de alemanes, italianos o rumanos de mediados del siglo pasado, y sí que nos deberíamos sentir medianamente satisfechos de no haberle desgraciado la vida a pueblo alguno, porque en las conquistas y genocidios que participamos, estuvimos de mandados, de mano de obra o de carne de cañón. Podemos considerarnos gratificados por lo que queda en pie de lo construido por nuestros antepasados, incluido lo que ha sobrevivido del paisaje. También de la flora y la fauna, y de los métodos que usamos para convertirlos en alimento (o, como se admiraba Cunqueiro, del valor que demostró el primer gallego que se atrevió a comprobar que un bicho tan feo como un centollo era comestible). Pero orgullosos, no. O no especialmente.

Podemos considerarnos gratificados por lo que queda en pie de lo construido por nuestros antepasados

Sin embargo, lo que no entiendo es avergonzarse de ser lo que somos y de cómo somos. No me refiero ya a esos registros paródicos del consabido autoodio, como el caballero que dirigió no hace mucho una carta a un periódico compostelano criticando la nefasta reivindicación de lo gallego porque él se negaba a escupir en el suelo y a hablar a gritos. O que la susceptibilidad del veraneante haya sido y siga siendo argumento en los debates y justificante de la acción política ("¿Cómo vamos a hacer esto o aquello?, ¿que dirán los que vienen de fuera?"). O los más modernos freedom fighters que conminan por escrito a párrocos para que cesen en actividades liberticidas como misar una vez al mes en gallego. Ese autoodio al que, parodias aparte, incluso Manuel Fraga dio carta de naturaleza combatiéndolo con el remedio que llamó autoidentificación. Remedio relativo, porque nuestra especialidad tribal fue siempre el debate intenso sobre el qué y lo qué somos para después odiar las conclusiones resultantes.

No se me alcanza esa vergüenza propia disfrazada de ajena cuando, por ejemplo, la manifestación de los sufridos pescadores (es decir, mariñeiros) en Madrid contra la crisis del sector se convierte en unas impresionantes imágenes de capitalinos a la rebatiña del pescado que regalaban los manifestantes, unas fotos más propias de un desastre humanitario en el tercer mundo que de un conflicto económico en el primero.

O que seamos exhortados a congratularnos del destacado contingente de gallegos en el Gobierno, cuando uno de los dos ministerios que de verdad nos importan ha sido convertido en el departamento de los arbolitos, los pollos vivos y los pescados previos a ser introducidos en una lata, por mucho que lo rija una orensana. Y en el otro, además, sigue Magdalena Álvarez. Y menos todavía se explica esa actitud que-le-voy-hacer-si-yo-nací-por-aquí-arriba cuando la mayoría de la opinión publicada mesetaria, en cuanto se echa en cara un político de aquí no le pregunta, sino que le da la oportunidad de que se explique. La excentricidad mental transitoria del regionalismo, si es del PP (del de antes), esa ingenuidad suicida del galleguismo caso de que el encañonado sea del PSdeG o la persistencia en la actitud satánico-fanática nacionalista si la pieza a cobrar es del BNG. Esa misma prensa que ahora descubre que Rajoy es más gallego de lo que debería y que Manuel Fraga es un político autoritario y que tiene muchos años.

Contra esa línea del pensamiento debilitado, la estrategia oficial -ya desde los tiempos de la "información en positivo" implantada por Jesús Pérez Varela- fue siempre la exhibición a ritmo estroboscópico de imágenes de modernidad. Un grave error. Los escoceses no muestran las plataformas petrolíferas del Mar del Norte, sino los viejos pubs y los prados con ovejas. La iniciativa más radicalmente moderna, fue -no sé si sigue- el Día do Orgullo Pailán. El dress code era mono y gorro con logotipo de taller mecánico ellos, y ellas bata y mandil. No sé que espera Innovación para promocionarlo.

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