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Columna
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De la fugacidad

Preservar la vida es un empeño tan humano como inútil. Cualquier tipo: animal, vegetal o, si alguien se empeña, mineral también. La especie humana es la que se beneficia a veces de las novedades y otras de la extinción de seres vivos. Hubo, en tiempos, alimañas exterminables, el oso homicida, el lobo depredador, la peligrosa pantera, los incómodos mosquitos y demás, que son hoy objeto de cariñosos desvelos por personas y entidades benéficas, cuya dedicación tiene cabida en generosas partidas presupuestarias. Suelen estar encabezadas por nombres de intachable prestigio y es posible que gracias a esa consagración recuperemos el buitre leonado, la serpiente cornuda y el tigre de Tasmania, que parecen estar de capa caída. De acuerdo, todo ser vivo tiene derecho a seguir siéndolo y cuenta entre sus campeones con mujeres tan hermosas e interesantes como Brigitte Bardot y Jane Fonda, por no ir más lejos, o más cerca. La primera produjo más divisas a Francia, como sex symbol, que las exportaciones del vino de Burdeos, y la Fonda se ganó a pulso el fondo histórico de todas las barricadas del siglo XX. Ambas muy admiradas, sobre todo cuando podían cuidar de su epidermis más que del pellejo de los animales patrocinados.

Causa cierta ternura el emperramiento de los detractores de las corridas de toros que, en lo poco que va de temporada -sólo en la Feria de San Isidro y hasta la hora de escribir esta crónica-, han estado a punto de llevarse por delante a tres toreros de varias horripilantes cornadas. No merecen la atención de los críticos de la fiesta, quizás porque los toros no ganan dinero con ellos y, además, el tanteo siempre está abrumadoramente del lado de los bípedos. La incómoda comprobación de que la civilizada Francia tiene buena cantidad de aficionados ha trastornado algo los planes antitaurinos, pues era más cómodo atribuir el daño a una sola raza de hombres pequeñitos, morenos y peludos, hartos de aguardiente, cuyo gozo era la tortura de un noble animal por pura maldad.

Otro fuerte golpe ha sido la incorporación de la mujer a las gradas. Ya no se ven aquellas señoritas que con las varillas del abanico se tapaban los ojos, horrorizadas, cuando el diestro era volteado, y ahora siguen la lidia con interés, conocimiento y, quizás, un cóctel de champán entre los dedos.

Remite, también, como una moda que se ha vuelto incómoda, el interés por los padecimientos de otro mamífero de nuestra raza humana, que sigue inmolándose en guerras que ya han terminado, pero que la miserable siembra de minas mutiló por millares. Los exégetas de Sadam Husein -no se olvide que mandó asesinar a cientos de miles de sus compatriotas, no era un remilgado- contaban que Irak había adelantado mucho con el sátrapa, después de la primera guerra del Golfo. El atraso hacía que las mujeres marcharan, servilmente, cuatro pasos detrás del varón; después, con el revolucionario Sadam invicto, caminan seis pasos por delante. Por las minas, se decía en voz baja.

En este permanente saldo vital se producen continuas bajas de especímenes humanos, sustituidos por otros no muy estimados. Han desaparecido los magistrales carteristas que antes birlaban, con arte y sin violencia, el billetero al paleto más desconfiado. Hoy predomina el tirón, el pescozón bestial, el navajazo para hacerse con un magro botín. Estoy por reclamar protección para el competente y considerado ladrón hispano, arrollado por el zafio y peligroso atracador foráneo. Si velamos por la supervivencia del quebrantahuesos y el cernícalo, echemos una mano al virtuoso ratero de finos dedos. ¡Un poco de patriotismo y talante, por favor!

¿Qué ha sido de los afiladores gallegos que recorrían España a pie, detrás de la rueda, aguzando cuchillos, navajas, tijeras? No hace muchos años, en muchas playas cantábricas, había un chiringuito de temporada donde se freían ricos y reconstituyentes churros, muy bienvenidos a media mañana. Un vendedor de helados recorría el penoso terreno de la arena blanda y seca y otros ofrecían bocadillos, patatas fritas a la inglesa o barquillos, como en el entreacto de los cines. Queda alguno, pero suele ser un intermediario de piel cetrina, sin vocación ni convencimiento en la tarea.

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En el ya olvidado invierno se ven, como fantasmas, a unas castañeras improvisadas que proporcionaban calefacción individual para las manos, pero no las identificamos con la tía Marcela, o la tía Piroña, amiga de los niños y de los viejos. Sobrevive, con apuros en algunas esquinas, el gesto petrificado del mimo de faz enharinada o cubierta de purpurina, junto al que pasan indiferentes los niños, antes maravillados. Poco a poco se bate en retirada el top manta, que alfombró las aceras más apetecibles con la buhonería de chales, camisetas, abalorios, discos piratas, foulards apócrifos y relojes falsos, aunque marchen casi perfectamente, lo que muestra el deterioro de la imaginación, tan incapaz de construir una maquinaria que la encarga hecha en Taiwan o sabe Dios qué sitio.

Lo uno por lo otro, el hoyo para el muerto y para el vivo, el bollo. Incluso una actividad, lejana y desacreditada como la política, se está desvaneciendo y la gente, a la hora de votar y decidir su destino, lo hace bajo impulsos o decisiones que nada tienen que ver con lo que ocurrió, ni con lo que les espera. No hubiera acertado hoy don Francisco de Quevedo. Ni siquiera en las difuntas Romas lo fugitivo permanece y dura. Pues que sea para bien.

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