Milagros
Cierta noche Lucifer se atrevió a mirar hacia arriba, hacia la cúpula del orbe, y ante el imponente desfile de los escuadrones de estrellas, constató derrotado que nada podía su poder oscuro contra "el ejército de la ley inalterable". Al menos eso es lo que nos cuenta en un poema Meredith, el victoriano. Pero quién sabe.
Según la fe cristiana, lo único que puede alterar las leyes de la Creación es un milagro, que no sería otra cosa que un repentino quiebre del orden natural de las cosas debido a la irrupción de lo sobrenatural. Y hacedor de milagros, sólo Dios. O el propio diablo.
La duda me cupo cierta noche estrellada, como la de Meredith, cuando me fue dado, por primera y última vez en la vida, contemplar un milagro. O al menos contemplar a quienes lo estaban contemplando.
La niña le insistía, mire bien abuelita que es la Virgen, pero no haga tanto ruido que la espanta, es Ella
Íbamos en automóvil por una vertiginosa carretera de montaña, atravesando los sembradíos de café de Colombia, y como sabe cualquiera que haya hecho la experiencia, no chocar contra un camión en esas curvas ni despeñarse por los abismos de niebla, ya de por sí resultaba bastante milagroso. De repente la gente empezó a bajarse de los coches para salir corriendo montaña arriba, por entre la tupida vegetación, hacia la negrura de la noche. ¿Huyen por sus vidas? ¿La guerrilla está secuestrando? ¿Un atentado de los paramilitares? Nada de eso. Se había corrido la voz de que a una niña se le había aparecido la Virgen en la corteza de un árbol, y nadie quería quedarse sin presenciar el prodigio. Yo tampoco.
Como nada se veía, avanzábamos hacia las voces que cantaban hosannas en lo alto, o sea más arriba en la montaña, hasta que se abrió la espesura y vi un gran claro en el monte, donde se congregaba una muchedumbre de miles de creyentes, como en los tiempos bíblicos. Hombres y mujeres, ancianos y niños que ondeaban pañuelos blancos y rezaban el salterio, transidos de fe, espantando zancudos y aguantando hambre. Con el carnet de periodista me fui abriendo paso hasta que pude ver a la niña. Se llamaba Luz Valencia, tendría unos trece años, estaba pálida y exhausta y aspiraba con avidez el aire que alguien le echaba a la cara con la tapa de una olla. Al lado de ella estaba el famoso árbol, pero yo a la Virgen no lograba verla. Es mi percepción contra la de todos, pensé, y me sentí extraña.
Pasamos allí la noche a la espera de sucesos extraordinarios, y al amanecer el fervor colectivo tuvo su pico cuando la multitud, extática e hipnotizada, empezó a mirar fijamente al sol y a gritar que el astro bailaba, que tenía un aro negro alrededor, que giraba en el cielo, que soltaba destellos para saludar a la Señora y dar testimonio de su presencia, tal como había ocurrido en otros lugares de apariciones como Fátima, México, Lourdes y Medugorie. Yo medio miraba al sol, con recelo y de soslayo porque la luz me lastimaba los ojos, y tampoco esta vez me pillaba nada raro. Tan estrecha es la jaula de mi razón, pensé, que no me deja ver lo evidente.
Hacia las ocho de la mañana me acerqué al lugar donde la familia de la niña descansaba bajo una lona que habían extendido a manera de carpa. Entrevisté a la señora Emperatriz, su abuela, quien me contó que todo había empezado unas semanas atrás: la nieta viajaba en bus y la Virgen se le sentó al lado, vestida de ser humano. Al otro día Emperatriz veía su telenovela cuando Luz le tiró de la manga y le dijo con voz queda: abuela, la estoy viendo. ¿A quién, mija? ¿Es que acaso no la ve, abuela, allá en el reburujo, detrás del lavadero? La abuela miró, se frotó lo ojos y volvió a mirar, pero sólo había chécheres. Tablas, periódicos viejos, una patineta rota, un trozo de manguera. La niña le insistía, mire bien abuelita que es la Virgen, pero no haga tanto ruido que la espanta, es Ella, la misma de ayer en la buseta. ¿A quién le ha contado de esas visiones, mija? A nadie, abuela, usted es la primera.
-¿Y usted sí la vio, ahí en el lavadero? -le pregunté a Emperatriz.
-Lo que es verla, no la vi -me confesó-, pero puse la mano donde indicaba la niña y sentí un soplo fresco, un aire muy suave, y entonces Luz me dijo no es ningún soplo, abuela, es la Señora del bus, sólo que ahora trae manto y camándula y está muy hermosa, mire cómo mueve la boquita. Eso es que tiene ganas de hablar, le dije yo a mi nieta; vamos a prenderle un velón, para que sepa que la escuchamos.
La familia Valencia reaccionó con la desprevención de los pobres frente al misterio. No eran rezanderos y hacía tiempo no iban a misa, pero la visita celestial les alegró la vida. Como buenos madrugadores solían acostarse temprano, y sin embargo esa noche la pasaron en vela, al pie del lavadero. Acompañamos a la Señora hasta la madrugada -me contó Emperatriz-. Se nos cerraban los ojos del sueño, pero nos daba pesar dejarla ahí sola, en ese lugar tan feo.
La noticia corrió de boca en boca. La gente del barrio se debatió entre el asombro, la sorna y la fe cuando se vino enterando de que Lucita, la nieta de doña Empera, esa niña callada y escuálida que habían visto crecer, era en realidad vocera del cielo y puente hacia la eternidad. No faltaron los enemigos, empezando por el cura párroco, que desde el púlpito vociferó que la Virgen se aparece en el altar, y no en un lavadero.
Pregunté entre la gente que se encontraba a mi alrededor, allá en esa montaña.
-Luz ordena ser buenos en esta época en que los colombianos nos volvimos malos. ¿Por qué no voy a creerle? -me dijo una señora.
-Luz siempre ha sido como rara -me contó una niña que dijo ser compañera de estudios-. En el colegio le decimos Brujilda, porque siempre sale con cosas raras.
-Luz sí ve a la Virgen, y yo también la veo -me aseguró una muchacha que parecía sufrir de un severo retardo mental.
-Si fuera en Roma, hasta el Papa estaría hincado -protestaba un hombre alto-, pero como es aquí, pasa por superchería.
Un señor mayor que sufría de calor y se tomaba una cerveza con la camisa desabrochada era el más molesto con todo lo que veía. No me gusta esto -me repitió varias veces-, no me gusta para nada. Esa chiquita entra en trance muy maluco, ¿ya la vio cómo hace?, para mí que está enferma. Mi esposa también anda espantada, dice que están enloqueciendo a esa niña. Y no ha de ser la Virgen, sino la familia de la propia niña; la Virgen no iba a bajar a Colombia a enloquecer a una pobre criatura.
Cuando la avalancha de fieles se hizo incontenible, los Valencia tuvieron que trasladar el culto al monte porque ya no cabían en la casa, ni en la calle, ni en el barrio. Se siguió multiplicando la cadena de prodigios y a los dos días de la danza del sol, aquella que me tuvo por testigo incrédulo, los periódicos hablaban de más de cincuenta personas con la retina quemada por mirarlo directamente y sin protegerse los ojos. Le pregunté qué opinaba de todo este asunto a Antonio Caballero, escritor, taurófilo y amigo.
-Pues si es milagro que los ciegos vean -fue su respuesta-, ¿por qué no ha de ser milagro que dejen de ver los videntes?
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