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Columna
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Una nueva posguerra

Basta con darse un paseo por las calles más o menos periféricas de Valencia para darse de bruces con multitud de demandas de empleo pegadas a troncos de árbol, farolas y fachadas de edificios. Las hay de todas clases, desde universitarios en paro que se ofrecen para todo tipo de clases particulares hasta de albañiles prejubilados que se postulan para realizar con habilidad y a bajo coste cualquier chapuza doméstica. Abundan las peticiones orientadas hacia el servicio doméstico, firmadas casi siempre por mujeres, que abarcan desde tareas de limpieza hasta cuidado de niños o de personas dependientes. Es en este bloque de ofertas callejeras donde cada vez con mayor frecuencia se insiste, muchas veces echando mano de las mayúsculas, en que la persona demandante es española (escrito en mayúsculas), de lo que puede deducirse sin exagerar que ese territorio ha ampliado su geografía de origen y que hace algunos meses esa especie de mercado de mercadillo era frecuentado casi exclusivamente por inmigrantes. También sugiere una cierta carga de xenofobia, porque es como si el o la demandante arguyera la nacionalidad como uno de los méritos a la hora de conseguir el trabajo. Todo esto recuerda, y no muy vagamente, a esos cartelitos que hace años se pegaban en la puerta de entrada de pequeñas mercerías para animar a la depauperada clientela: "Se cogen puntos de media".

Esa impresión desalentada del paseante se complementa con la proliferación de avisos del mismo formato en los que se informa de que "mujer decente alquila habitación a caballero", donde se supone que en ocasiones se sugiere una oferta implícita de otra clase de servicios, en una sintaxis en la que tal vez se da por supuesto que es el caballero quien se queda sin domicilio una vez consumada la separación de su esposa, aunque en la mayoría de los casos parece indicar sencillamente, que no pudiendo subvenir a los gastos que origina la propiedad o el alquiler de la vivienda, se subarrienda una parte de ella a otras personas que, a su vez, no se encuentran en situación de sufragar los gastos corrientes de una vivienda entera. Hasta es posible que el número de pisos compartidos por estudiantes de paso sea menor o esté a la par del de las viviendas no ya realquiladas sino troceadas por habitaciones con derecho o no a cocina y a otros espacios comunes. Nada que ver con los hábitos de miles de inmigrantes, que alquilan (cuando les dejan) una vivienda en la que pernoctarán 30 personas en 50 metros cuadrados, porque ésa es una necesidad más o menos reciente, sino más bien con los años de la posguerra, donde proliferaron las pensiones de medio pelo y la legión de realquilados que casi cubrían el coste del alquiler por el derecho ilegal a ocupar una habitación con su fogoncillo.

En ese contexto, se va imponiendo la cultura de la deportación, como decía el siempre espléndido Josep Ramoneda en estas páginas hace unos días. Lo que se teme de la inmigración es que los que han tenido la suerte o la desdicha de arribar no son nada al lado de los que esperan conseguirlo, tal es la miseria mundial que les lleva a dejarlo todo para llegar a la nada, y muchos Ulises sin más pedigrí que su miseria serán cancelados sin que ninguna Penélope los espere al final de una singladura de muerte. La pregunta es qué pasará con los nuestros que no llegan a fin de mes, que no tienen más remedio que realquilar o ser realquilados, que miran un euro como si fuera el último que albergará su bolsillo. Y a qué se debe esta herrumbre de posguerra innominada cuando la guerra, como con tanto salero guionizó Jorge Semprún, est finie.

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