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Columna
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Las gafas

Rosa Montero

Veo las fotos de la captura del etarra Francisco Javier López Peña, alias Thierry, vociferando proclamas terroristas con su careto atrabiliario y desabrido, y me quedo absorta en la contemplación de sus gafas. Son unas gafas modernas, de cristales al aire, con el puente y las patillas de plástico transparente, muy parecidas a las que yo llevo; es un modelo típico de persona coqueta que no quiere que la montura tenga protagonismo y altere las líneas de su rostro. Unas gafas nada casuales de alguien que se preocupa por su aspecto, pese a que la apariencia desmesurada de Thierry, con su corpachón tipo barril, la barba crecida y el enredo de pelambre en la pechera, hagan difícil de creer que ese hombre se cuida.

Pero sí debe de hacerlo. Esas gafas se me clavan en la retina con su primorosa incongruencia en mitad de tanta violencia y tanto dolor. Imagino a ese tipo entrando en una óptica y probándose modelos de anteojos durante largo rato. Mirándose de refilón en los espejos y preguntando, ¿éstas me quedan bien? ¿Con cuál de estas dos estoy más atractivo? Desazona pensar que también los asesinos pueden ser presumidos. Que también quieren gustar y ser queridos. Que acarician perros y juegan con niños. Preferiríamos pensar que los criminales son personas raras, que la crueldad es una anomalía en el ser humano, que los tipos atroces están locos. Pero no, la enfermedad mental no tiene nada que ver con la maldad. Los terroristas son totalmente normales, y eso es lo que más angustia, lo que más repugna. Imagino a Thierry probándose las gafas con sus ensangrentadas manos de matón, invirtiendo tiempo y energías en encontrar una montura a la moda mientras parte de su cerebro sigue pergeñando modos de asesinar, y me estremezco. Tanta ligereza, tanta frivolidad frente al horror. Qué inhóspito lugar ese cerebro.

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