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Columna
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Espíritu kamikaze

Mis padres con gesto abatido y tomando sopa se lamentaban del día nublado. Entendían inmediatamente que su estado taciturno se debía al clima, se comprendían víctimas de un capricho meteorológico invencible. Seguían comiendo, el uno frente al otro, camaradas confesos ante un enemigo común que les había abatido con la humedad o el frío repentino postrándoles sobre un caldo en mayo.

Recuerdo comentarlo con amigos, compartir nuestro desconcierto por la vulnerabilidad de nuestros mayores frente al parte meteorológico. Entonces éramos adolescentes o veinteañeros y, desde luego, nuestro estado de ánimo no lo dictaminaba el Meteosat, sino la nota de un examen, la llamada de una chica, contar o no con el coche paterno el viernes. Si caía un chaparrón iríamos con la novia a un Vips en lugar de al parque, si se encapotaba el cielo aplazaríamos sin ningún trauma la excursión con amigos para el fin de semana siguiente.

Madrid, como ciudad de interior, sufre alteraciones climáticas violentasEl

Sin embargo, y contra todo pronóstico, nos hemos hecho mayores. Y uno de los síntomas más contundentes, más que las canas o las agujetas después de correr tras el autobús, es nuestra fragilidad ante el clima. De repente nos descubrimos interrumpiendo el zapping para atender al hombre del tiempo, haciendo esfuerzos por acordarnos de dejar un paraguas en el coche, calibrando qué chaqueta se estropeará menos bajo la posible lluvia del día siguiente. Pero al margen de las previsiones para no mojarse o pasar frío, lo más desconcertante es reconocer que los soles o las nubes con gotas del mapa de la tele anticipan nuestro estado de ánimo. Poco a poco y sin darnos cuenta hemos ido asumiendo que mañana contaremos con un gran ingrediente para estar contentos si luce el sol mientras que los chubascos moderados tejerán una telaraña emocional.

Y si nos turban las noticias atmosféricas puntuales, las estaciones nos marcan. Madrid, como ciudad de interior, sufre alteraciones climáticas más violentas que cualquier población costera. El frío es afilado y ciego mientras que el calor se posa imponente como un ovni. La capital se transforma drásticamente en otoño y en primavera. Muda su piel vegetal, se perfuma de otros vientos y excepto los niños y los adolescentes que siguen corriendo imperturbables con más o menos ropa detrás de un balón o un ligue, también muta el carácter de los habitantes.

Mientras que septiembre es un momento de reflexiones prácticas: ¿Cómo quiero encarrilar mi profesión? ¿Merece la pena seguir pagando el gimnasio para ir dos veces al año? ¿Me matará de verdad el tabaco? La primavera nos presenta disertaciones sobre el espíritu. El olor a cloro de los céspedes esmaltados, la brisa tibia de las avenidas, los hombros desnudos de las chicas en las terrazas nos desordenan las emociones y las certezas. De repente, Madrid se transforma en un lugar invitante y nuevo, como la infancia, se convierte en un escenario donde ser naturalmente feliz. Todo parece posible, con el sol parpadeando a través de los álamos o en las noches malvas sentimos el poder de reinventarnos, de alcanzar una delirante libertad.

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Pero ese viaje del corazón es a veces kamikaze. El elevado índice de suicidios en primavera es la estadística de esas catástrofes, de esas almas ansiosas y desbocadas, propulsadas por una excitación vital que acaba resultando fatal. Ahora que el invierno madrileño se ha derretido nos posee una euforia difícilmente canalizable. Un millón de lugares, de mares, de amantes, de vidas a las que parece invitarnos el cielo encendido hasta las nueve de la noche. El tiempo, ruin y mezquino durante el invierno, hoy se entrega dúctil y complaciente como político sobornado.

Aunque la primavera nos hace sentirnos jóvenes, debemos comprender que ésa es la señal más clara de nuestra vejez. Cuando las fuerzas, la moral o la edad interior están a merced de las estaciones hemos ingresado en la irreversible madurez.

Supongo que no tardaremos mucho en acabar cocinando sopas los días fríos de mayo y lamentándonos de que chispea mientras nuestros hijos lo hacen de un golpe en la frente o de una derrota en su liga federada. Pero hasta entonces procuramos aprovecharnos del beneficio que ejerce la primavera a los treinta y pocos años, cuando ya no resulta indiferente pero tampoco solivianta o tiraniza, cuando todavía es la excitante promesa de uno mismo.

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