¿Qué queda de nuestros amores?
Los definieron como la nouvelle vague. Van a cumplir la peligrosa edad de cincuenta años. Tiempo definitivo para constatar las verdades y las imposturas, los esplendores y los ocasos, lo profundo y lo aparente, la moda conjunta y el camino solitario, la revolución y el estancamiento. Para certificar si aquella ola purificadora se perdió definitivamente en un mar cenagoso o si sus esencias sobreviven. Aunque su obra demuestre que cada uno de ellos era de su padre y su madre, que su filmada visión de las personas y de las cosas no precisaba de complicidad, nadie podrá cuestionar su profundo amor hacia el arte de contar historias con una cámara, su buen gusto inicial, su inteligencia y su pasión en el descubrimiento y la elección de los creadores más perdurables de la historia del cine. Releer las críticas, ensayos, actos de amor y de odio, del tan sensible como combativo Truffaut, del analítico y reflexivo Rohmer, del enamorado o desdeñoso Godard, del siempre insólito Rivette, sigue ofreciendo conocimiento y placer, la sensación de que el cine suponía para ellos una cuestión de fe. Lo hacían con una prosa admirable, rebosan sinceridad y talento independientemente de los excesos, manías y caprichos. También percibes que van a ir más allá de la teoría, que late el anhelo y la determinación de describir e interpretar el mundo a través de una cámara.
Todos ellos pueden afirmar que han tenido dos progenitores, el biológico y el artístico. El segundo se llamará siempre Godard
Malle envejeció mejor que nadie. Y no es que de joven fuera lerdo, pero en su cine de la madurez abundan las obras maestras
Y el arranque fue cegador, saltándose las reglas convencionales y desafiando a las imprescindibles, despreciando la iluminación artificial, huyendo de los decorados, buscando la calle, buscando la vida, demostrando que se podía ignorar o subvertir el lenguaje clásico y el intocable abecedario con resultados memorables, liberando de complejos y de normas estilísticas a los futuros cineastas, incluidos los listos y los tontos, los visionarios y los posmodernos, los simuladores y los auténticos, el lirismo con causa y la nadería ilustrada. Todos ellos pueden afirmar sin sombra de engaño que siempre han tenido dos progenitores, el biológico y el artístico. El segundo, si estás convencido de tu creatividad, hayas nacido en París, en Nueva York, en Marte o en la Conchinchina, se llamará siempre Jean-Luc Godard.
Como yo nunca he tenido la vocación de hacer cine ni sería capaz de hacer una película decente, como sólo debo guardar fidelidad a mi encantada condición de espectador, confieso sin rubor que la personalísima y sublime obra (afirman los historiadores con complejo de seriedad, rigor y trascendencia) del revolucionario suizo me ha provocado indistintamente irritación o bostezo. Cuando todavía coqueteaba con esa cosa tan burguesa llamada narrativa y cuando decidió que ya sólo haría "poemas fílmicos", cuando se le entendía algo y cuando la pretenciosa colitis mental lo inundó todo, cuando iba de nihilista ilustrado y cuando se propuso traspasar a las imágenes las enseñanzas del timonel Mao. Pero también se desvirgó en el cine con Al final de la escapada, una película fascinante y perdurable, con encanto y desesperación inmarchitables, protagonizada por Jean Seberg, aquella rubia con el pelo corto y gafas de sol que te hacía comprender que Belmondo prefiriera morir a perderla. ¿Y qué más me atrae de la personalidad de Godard? Que se casara con la hermosísima Anna Karina, que la fotografiara con tanto amor e intensidad en películas en las que mirarla resulta hipnótico y memorable.
Tampoco me han atrapado jamás los supuestos lirismo y enigma de Alain Resnais, sus espesas indagaciones en la memoria, sus juegos metafísicos con el tiempo y el espacio. Últimamente se ha borrado de territorio tan prestigioso. Hace comedias con toque intelectual, dándole la vuelta al vodevil de toda la vida. No les pillo la gracia, me carga tanto su faceta irónica como la críptica. ¿Y monsieur Rohmer? A lo suyo, a lo de siempre. Él no ha cambiado en su cine, pero sospecho que sí lo ha hecho mi percepción como espectador. En una época podía escandalizarme con la ingeniosa certidumbre de Gene Hackman en La noche se mueve sobre el cine de Rohmer: "Es como ver secarse la pintura" (traducción literal, aunque en el doblaje español apareciera la también sabrosa definición: "Es como ver crecer la hierba"). Me fascinaba Maud y la coleccionista de hombres, las mentiras que disfraza el lenguaje, la contradicción entre las palabras y los actos, el encanto y la sabiduría de sus cuentos morales, sus sabios retratos de mujeres, ya que los tíos de su cine sólo son o retorcidos, o mentirosos, o cursis, o cretinos. Pero hace tiempo que no soporto el bla, bla, bla de sus personajes, sean aristócratas que intentan eludir la guillotina o pastorcillos medievales. En cuanto a Chabrol, sube y baja, se ha especializado en tarados y taradas, tengo la sensación de que siempre hace la misma película independientemente de que le salga mejor o peor. Nada que ver con aquella época grandiosa en la que rueda sucesivamente las turbadoras y complejas La mujer infiel, Accidente sin huella, El carnicero y Al anochecer. Rivette también sigue fiel a sus obsesiones, pero ni antes ni ahora me han interesado lo más mínimo. Culpa mía, sin duda.
"¿Qué queda de nuestros amores?", se preguntaba Charles Trenet en una canción que amaba François Truffaut. Pues en mi caso, el recuerdo de Truffaut y de Louis Malle, revisitar bastantes de sus películas sabiendo que te van a volver a emocionar. Por ejemplo: las tragicómicas aventuras de Antoine Doinel, a pesar de encontrar insoportable a Jean-Pierre Léaud desde que abandonó la niñez, el clasicismo y la austeridad en blanco y negro de El pequeño salvaje, la necrofilia de La habitación verde, la dolorosa radiografía de los vaivenes del amor y del deseo en Jules et Jim y Las dos inglesas y el amor.
Malle envejeció mejor que nadie. Y no es que de joven fuera lerdo. Ascensor para el cadalso y El fuego fatuo supusieron un bautizo inquietante, pero en su cine de la madurez abundan las obras maestras. Firmadas por un hombre que ya lo sabe todo del anverso y el reverso de los seres humanos, que posee una enorme capacidad para expresar de forma penetrante la mezcla de miserias y grandezas, algo constatable en Lacombe Lucien, Un soplo en el corazón, Atlantic City, Adiós, muchachos y Vania en la calle 42.
Es curioso descubrir con el paso del tiempo que las películas que más me gustan de gente que se propuso hacer un cine distinto, experimentar, arriesgar, contar de otra forma, son aquellas con planteamiento, desarrollo y epílogo, con estructuras similares al cine de siempre, a las viejas reglas del juego. -
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