La fascinación del efebo
La muerte en Venecia, escrita por Thomas Mann en 1911, es una novela intimista y emotiva que describe el tormento interior de un artista en crisis que cae fulminado por la belleza de un efebo en una Venecia que, lejos de idílica, es retratada como un lugar decadente invadido por la peste. Regodeándose en largas, minuciosas y arrebatadas descripciones, la voz de su protagonista, el atormentado profesor Von Aschenbach, es la acción, y al unísono, es la novela misma. Inmortalizada en el cine por Luchino Visconti, en 1971, y convertida en la intimista ópera póstuma del compositor Benjamin Britten, en 1973, resulta del todo difícil imaginarla como un ballet. Y si alguien forzara su imaginación para verla bailada sobre un escenario no tardaría en dar con el nombre de John Neumeier como el coreógrafo idóneo para hacerlo. Heredero de la larga y reconocida tradición narrativa del ballet clásico pero fuertemente influido por John Cranko, su maestro y tutor en el Ballet Stuttgart, que valoraba más las pasiones humanas que las anécdotas en su elegante estilo neoclásico, John Neumeier ha creído siempre en la capacidad de la danza para contar historias, por difíciles que parezcan.
La música sutil de Bach simboliza lo apolíneo, el ordenado universo de Aschenbach, y el exaltado Wagner el mundo real, Tadzio, lo dionisiaco
Se permite, a través de una ensoñación, un 'pas de deux', generoso en cargadas y abrazos, que desdice brutalmente la novela
Nació en Milwakee, Estados Unidos, en 1942, y se interesó por la danza desde muy joven, formándose en Wisconsin. En 1963 ingresó al Stuttgart Ballet y allí se desarrolló como bailarín, su cuerpo asimiló pronto las exigencias de las obras de Cranko, que requerían un certero dominio de la técnica clásica pero también un compromiso intelectual y emotivo a la hora de bailar, y con estos mismos principios en mente, comenzó a coquetear con la coreografía hasta que, en 1969, consiguió hacerse director artístico del Ballet de Francfort, donde desarrolló plenamente su lenguaje coreográfico consiguiendo éxito con versiones propias de clásicos como Romeo y Julieta (1971) o Daphnis y Chloé (1972), siempre dentro de los predios del neoclásico, ahondando en su lenguaje, en sus posibilidades, y desde allí, creando un estilo propio sin apenas salirse de sus parámetros.
Este interés suyo por un neoclásico preocupado por los problemas de nuestro tiempo le llevó a la dirección del Ballet de Hamburgo en 1973, donde ha reinado hasta hoy. Al frente de esta potente agrupación, Neumeier convirtió la ciudad en el segundo centro importante de la danza alemana, después de Stuttgart. Su interés por la formación de nuevas generaciones de bailarines quedó consolidado en la fundación de la Escuela del Ballet de Hamburgo en 1978, y también se interesó por crear nuevos espectadores, gestos que han hecho de la agrupación una insoslayable institución de la danza en Europa. Gozando de los generosos recursos de los que disponía un ballet de envergadura en aquella Alemania entonces tan decidida a apoyar la cultura, ha creado unas sesenta piezas, todas ambiciosas y de gran formato, con revisiones de clásicos con marcado interés por obras de Shakespeare como su Hamlet Connotations (1976); Sueño de una noche de verano (1977) y Otelo (1985), o la renovación de títulos del repertorio del ballet clásico como Cascanueces (1971); Don Quijote (1979) o Cenicienta (1992). Sin embargo, siendo un amante de la filosofía y de las posibilidades expresivas de la música en la danza, se ha interesado también por la adaptación de obras de la literatura moderna, piezas que suponen grandes retos, en tanto que no fueron concebidas para ballet ni han cultivado semejante tradición. Son sus creaciones de mayor riesgo, las que traen un sello autoral más preciso e incluyen trabajos como La dama de las camelias (1978); Age of Anxiety (1979); Un tranvía llamado deseo (1983) y, por supuesto, La muerte en Venecia, una obra de madurez que estrenó el 7 de diciembre de 2003 en la Ópera de Hamburgo con un notable éxito, y que ahora ha sido repuesta, llegando esta temporada al Liceo de Barcelona, después de su paso por el prestigioso Teatro Châtelet de París.
Subtitulada 'Una danza macabra de John Neumeier', esta bailada Muerte en Venecia intenta estar más cerca de Thomas Mann que de Luchino Visconti, a pesar de que el referente visual de la película sea el que esté clavado en la memoria colectiva de los espectadores. Conserva el mismo tono bucólico y decadente pero se ha tomado licencias para hacerla coreográficamente más nítida, más viable. La primera y más notable de ellas es convertir al profesor Von Aschenbach en un célebre coreógrafo alemán que tiene dificultades para crear su nuevo ballet, uno basado en la vida de Federico el Grande, que terminará abandonando tras un ataque de ira e impotencia que le empuja a huir para descansar y reflexionar en el Lido de Venecia, donde conocerá al joven veraneante Tadzio, un niño polaco que, en su delirante imaginación, se convierte en la materialización misma de la belleza. La presencia perturbadora del adolescente y los ecos de una peste que asuela la ciudad del agua irán consumiendo sus días, los últimos de su vida, asistido por los fantasmas de su creación (encarnados en una pareja de bailarines espectrales), los recuerdos de su madre y su infancia, el tormento de su fracaso creativo y el chocante contraste entre la belleza, juventud y candidez de su secretamente amado Tadzio frente a la decrepitud, malicia y vejez de su propio cuerpo.
Luchino Visconti, para su película, apostó por Mahler, convirtiendo su música, triste y monumental al unísono, en un leitmotiv que termina siendo una idealización sonora del mismo Aschenbach. Sin embargo, Neumeier introduce otra propuesta, en la que la música sutil de Bach simboliza el orden, el intelecto y lo apolíneo, el ordenado universo de Aschenbach, y el exaltado Wagner el mundo real, Tadzio, sus amigos y sus devaneos sexuales, lo dionisiaco, Venecia y su decadencia. Con verdadera pericia combina la música de ambos para ilustrar las situaciones, pero también para recrear los distintos estados emocionales de la novela. Incluye fragmentos del Tristán e Isolda wagneriano porque, según ha declarado, encuentra cierta similitud entre las dos obras, que culminan en una trágica muerte por amor. También ha dicho que más que en la anécdota (aun cuando su ballet sigue cronológicamente los acontecimientos del relato) prefería ubicarse en la dimensión imaginaria y emocional de los personajes. Quizá sea esa convicción la que le ha llevado a quebrantar una de las más decisivas y contundentes posturas de la novela de Mann, una que Visconti escrupulosamente respetó en su película.
Al reconvertir a Aschenbach en un coreógrafo, Neumeier introduce una doble lectura de danza inexistente en la novela. Se permite hacer ballet dentro del ballet, convertir la danza en un referente insoslayable, inequívoco, a través de la contradicción que supone un coreógrafo que baila para representar la frustración que le produce no poder crear un baile, y así de pronto, la danza misma es licencia y vehículo. Trabajando sobre la base de un lenguaje corporal y siempre queriendo ubicarse en esa "dimensión imaginaria y emocional" se permite, a través de una ensoñación del protagonista, un pas de deux entre el creador y el efebo, generoso en cargadas y abrazos, que desdice brutalmente la novela, en la que Aschenbach nunca habla ni toca ni se acerca demasiado al niño de extraordinaria belleza que no le deja vivir tranquilo. En las notas del programa de mano del estreno de la coreografía en París, Neumeier explica que el pas de deux es su respuesta de danza a un arrebatador pasaje del libro, en el que el profesor, espiando al chico desde la distancia, le susurra: "Te amo".
Ahí donde Thomas Mann es pura sugerencia homoerótica, un maravilloso juego malabar de lenguaje que con extremo cuidado y delicadeza habla en voz cálida y baja de homosexualidad y, como le diría algún detractor en su momento, de pederastia exquisita, Neumeier es tremendamente explícito a la hora de acentuar los pálpitos eróticos que produce el adolescente en el maduro coreógrafo. Le da enorme importancia a la escena de la taberna en la que Aschenbach es asediado por una grotesca pareja de homosexuales maquillados vulgarmente, subrayando su rechazo un poco para reafirmar más tarde que el educado creador no entiende su homosexualidad si no está tamizada por la belleza y lo sublime, representados aquí en el inocente mancebo, e introduce también una bacanal en la playa, nunca bien justificada, en la que Aschenbach es mudo pero interesado testigo. En un abierto atrevimiento, Neumeier y su diseñador de vestuario Peter Schmidt rompen abruptamente con la línea de sobriedad, elegancia y naturalismo de los trajes para introducir un detalle que engrandece su lectura homoerótica de la obra. Ataviado con elegante y blanco traje de lino, Aschenbach se despoja en un momento la chaqueta y descubrimos que el pantalón deja al descubierto sus glúteos, en una versión chic de esos trajes de cuero que son comunes en los bares duros de alterne gay. La enorme vulnerabilidad sexual del personaje, todos sus oscuros secretos, quedan de esta manera expuestos sin necesidad de dar más explicaciones.
Un importante aliado de Neumeier para su ambiciosa coreografía es, sin duda, el enorme y bien entrenado equipo de bailarines de los que dispone. El Hamburg Ballet, que ha heredado, es una sólida institución cuyos orígenes se remontan al siglo XVII y por sus filas han pasado glorias del ballet como Fanny Elsler o Maria Taglioni. Hoy ya no cuenta con luminarias de esa categoría, pero el colectivo sigue estando a la altura de las más grandes exigencias. El agotador papel de Aschenbach, que no sale de la escena en las más de dos horas de representación, es abordado con singular profundidad emocional y precisión técnica por Lloyd Riggins, un bailarín en su madurez que sabe exponer las emociones de un personaje complejo, en tanto que es más bien introvertido, y en el otro extremo, el joven bailarín Edvin Revazov sabe evidenciar esa mezcla de ingenuidad, inocencia y torpeza que encaja perfectamente en el papel de Tadzio, que no tiene grandes momentos de baile pero lleva el peso al interpretar a un personaje que es eje fundamental de la acción.
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