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Columna
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Puntos suspensivos

A nadie extrañará que, la misma tarde de su infarto, José María Bernáldez anduviera por la Feria del Libro de Sevilla, comprometido con la presentación de la última novela de José María Pérez Zúñiga, uno de esos autores de los treinta y tantos a los que el periodista de la voz cavernosa había decidido apadrinar como a niños somalíes y redimir de la indiferencia, la premeditación y la alevosía de los críticos oficiales. De algún modo éramos su equipo de alevines, su guardería, y no sólo porque a través de programas de televisión e intervenciones en prensa se esforzara continuamente por hacernos sacar la cabeza en un medio sobresaturado donde apenas resta espacio para los recién llegados. Lo digo también porque, casi sin querer, él se convirtió en nuestro padre putativo. Algunas de las fotografías que han cundido estos días con motivo de su despedida lo presentan en la ocasión que nos reunió a todos por primera vez y por última, en el congreso de jóvenes escritores que la Fundación José Manuel Lara orquestó en Sevilla en junio del año pasado: allí, entre el propio Pérez Zúñiga, y Braulio Ortiz, y Alejandro Luque, Félix J. Palma y Eva Díaz Pérez, el maestro Bernáldez, con sus maneras de tertuliano de una novela de otro siglo, emprendió una defensa de la nueva literatura andaluza contra quienes la condenaban al parvulario y el papel higiénico, y nos animó a liberarnos de complejos y a escribir poniendo el corazón y la pluma, o el teclado del ordenador, más allá de cortijos, recuerdos revenidos de un pasado de califas y campos de olivos. Para él, el escritor andaluz se definía por el cosmopolitismo, y en busca de un arte honesto y comprometido con el pan nuestro de cada día debía abrevar de todas las tradiciones, siempre entregado a la deliciosa libertad de equivocarse. Nos había leído a todos, o a casi todos, un gesto de generosidad que nosotros recibíamos con sorpresa y una secreta vergüenza: porque sólo en ciertas bibliotecas, como en discotecas exageradas, se admite a los menores de 40 años.

No me ha sorprendido enterarme, al recorrer los obituarios con un vértigo melancólico, de que guardaba en casa, junto a las gafas que le daban aspecto de relojero, más de 20.000 volúmenes, la traducción al papel, el polvo y la estantería de esa erudición detallista, mechada de chistes, que sabía ofrecer a sus contertulios. El programa que dirigió para la televisión autonómica durante una década, Al Sur, era también una extensión de esa curiosidad amable, sin mojigatería, que le hacía estar al tanto de todo cuanto poblaba las librerías antes de que los suplementos dieran la voz de alarma. Al sentarnos a mirar Al Sur, muchos vimos reflejado, más que el país en que vivíamos, aquel en que deseábamos llegar a vivir: un caudal continuo de exposiciones, debates, libros, un lugar de encuentro entre inquietudes que no necesitaba trasladarse a las Babilonias del norte donde tienen sus basílicas las grandes editoriales, un espacio en que conversar sobre la literatura y sus alrededores sin respirar el aire viciado de los ateneos. El raquitismo creciente del periodismo cultural plantea cada vez más a menudo cuál es hoy la tarea del crítico, a quién sirve, cuál es el horizonte en que debe colocar sus metas. Bernáldez lo sabía y lo practicaba a su manera de misionero, aunque probablemente habría rechazado la definición con ademán de limpiarse una cagada de paloma. Alguien ha escrito con motivo de su muerte, el pasado sábado, mientras regresaba de la puesta de largo de uno de sus ahijados, que cayó con las botas puestas, como uno de los viejos héroes en blanco y negro. A mí me parece que, más que ponerse botas, prefería poner los puntos sobre las íes. Y hablando de puntos, quiero creer que el suyo no es uno final, sino una sucesión de suspensivos...

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