Mejor tarde que nunca
Los diversos y múltiples homenajes que se han rendido estos días a la memoria de Leopoldo Calvo-Sotelo con motivo de su fallecimiento me han producido mucho más agrado que sorpresa. Una vez más se ha podido ver que, entre nosotros, es necesario morirse para tener razón.
En circunstancias más que difíciles su acción de gobierno obedeció a ideas claras que intentó llevar a la práctica con voluntad meritoria. Su gobierno coincidió con tiempos de tribulación; ello no obstante, y a pesar del consejo de San Ignacio, emprendió notables mudanzas, algunas de ellas dictadas más por la racionalidad que por las inclinaciones personales y más por afán de concordia que por sujeción a una doctrina. A la postre viene a celebrarse que la gestión de las consecuencias del tejerazo, la entrada en la OTAN, la ley del divorcio, la reforma tributaria, las relaciones con los sindicatos y otros actos de gobierno fueron aciertos notables. Entiendo que ello no fue ajeno a condiciones personales y de preparación que amigos y adversarios fueron remisos en reconocer y en agradecer en su momento, menos aún su voluntad de servicio al Estado y su ejemplar corrección en los modos y en las formas. Pero sí se habló mucho entonces de sus ademanes y de su escasa capacidad de empatía. Es cierto que se reía y sonreía poco (preferentemente ante lo auténticamente gracioso o por cariño) y nunca por lisonja. Volviendo sobre su conocido "distinto y distante" es de agradecer que se sintiera siempre distante de lo populista y distinto de la España cañí. Quizá por eso no se apreciaron tampoco en su justo valor los grandes discursos parlamentarios que pronunció cuando pasó a la oposición. Las manifestaciones de estos días son testimonio, demasiado tardío, de que persiste la sensibilidad colectiva necesaria para estimar el valor de las virtudes de un gran servidor público. Mejor tarde que nunca.
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