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Columna
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La Mano Invisible

Manuel Rivas

Adam Smith no se lo contó nunca a nadie. Un día vio la Mano Invisible. Sostenía un juego de naipes y exhibía en los dedos ostentosos anillos del tamaño de vitolas. La mano barajaba impaciente. El gran filósofo del liberalismo huyó espantado como si se hubiera encontrado con la fatídica "pata de mono" que un día haría célebre el relato de terror de William Jacobs. Alguien había comprado aquella mano. La había hecho visible. El autor de La riqueza de las naciones hubiera querido borrar aquella metáfora bienintencionada, intuyendo que sería utilizada sin escrúpulos por los trileros de la historia. La mano invisible, en su origen, era una especie de extremidad divina, armonizadora, y que en el mercantilismo compensaría los excesos, contendría las catástrofes y velaría por el interés público. Pero la metáfora se escapó de su sentido. La Mano Invisible sostendría el látigo con que azotar a quienes defendiesen una política social, una responsabilidad humanitaria. Aquella metáfora, vinculada en principio a la Providencia, se convirtió en un gran capo que todo lo domina. Revisemos la historia. En Espejos, el último libro de Galeano, se cuenta que Felipe V tenía a medias con su primo el rey de Francia un negocio de tráfico de esclavos de Guinea. En 10 años vendieron 48.000 esclavos, aunque el contrato establecía que el tráfico debía realizarse "en buques católicos, con capitanes católicos y marineros católicos". En esas cautelas se les veía la buena intención. ¿Por qué lo hacían? Por la providencial Mano Invisible. Salvando las distancias, ¿por qué el gurú económico de La Moncloa pasa a dirigir el gran partido de los Constructores de un día para otro? ¿Y qué hace Zaplana, otro patriota firme, de hormigón, vendiendo telefoninos biodegradables a Berlusconi? Juntos cantando: "Il sole accarezza la mia pelle delicata abbronzata un po salata... Gira il mondo, gira". Ellos no querían, ¿pero quién se opone a la Mano Invisible?

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