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Columna
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Mark Twain y los franceses

Supe que era verano. No por el calor, sino porque el río despedía un olor pestilente

En la habitación de la clínica que he visitado en los últimos días hay un cuadro en la pared, enfrente de la cama. Se trata de un paisaje campestre, en el que se ve una humilde casa de piedra, con una chimenea torcida de la que quizá sale un hilillo de humo y con una caseta de leña cuya precariedad delata años de improvisación, construida junto a un árbol que no ha caído aún. La casucha está rodeada de trigales (dorados, claro está), o a lo mejor, maizales.

El fondo, antes de las colinas, se hace frondoso por la ribera de un río que sólo se puede intuir. Ningún detalle indica el lugar de donde se ha sacado ese trozo de paisaje, pero a mí me pareció que era Missouri; en concreto, las afueras de San Petersburgo. Así que cada vez que entraba de nuevo en esa habitación se me iban los ojos de inmediato al cuadro, a ver si habían aparecido por fin Tom Sawyer y Huckleberry Finn, buscando cuevas ocultas en el bosque, doradas también, deslumbrantes de tesoros. Según la luz del día, o de mis ojos, dentro de la casa he imaginado al esclavo Jim, nostálgico de libertad, cocinando unas gachas (aunque no tengo la menor idea de cómo son unas gachas), entonando con los labios cerrados una melodía muy bonita y muy triste.

O he visto al indio Joe durmiendo otra borrachera, haciendo recuento de un botín o tratando de borrar de su ropa las huellas de algún horrible crimen. Y me he encontrado con el mismísimo Mark Twain, intentando eludir la propia ruina en ese amable paraje, refugiado ahí de sus desgracias personales, balanceándose silencioso en la mecedora, escribiendo acaso una nueva aventura de los dos niños que le espían desde fuera, subidos al árbol de la leña.

El 23 de abril, como era el día del libro, a la enferma de la habitación del cuadro donde se intuye el Mississippi y se esconde Mark Twain le trajeron de Barcelona una rosa y un grabado de Subirats en el que aparece san Jorge luchando contra el dragón. Como el que se te ha metido en el cuerpo, dice alguien. Pero ella puntualiza: no se llama dragón, se llama cáncer.

Entonces me acerco al ventanal. Porque esa habitación de la clínica que he visitado últimamente tiene también un ventanal que da a las vías del tren, y los márgenes de esas vías que van o vienen de la estación del Norte (ahora, de Príncipe Pío, con el que me pasa como con las gachas: no tengo ni idea de quién es), se pusieron muy verdes y asilvestrados con la lluvia abundante de hace unos días. Al asomar, inclinándote apenas, se puede ver el Puente de los Franceses sobre el río Manzanares. Yo siempre creí que el Puente de los Franceses se llama así porque lo había levantado algún ingeniero de Napoleón o porque en él se habían producido destacables combates el 2 de mayo de 1808, quizá una carga de los mamelucos especialmente cruda.

Pero no, resulta que el puente de los franceses fue levantado unas décadas después, entre 1860 y 1862, si bien debe su nombre, efectivamente, a que fue construido, dice Wikipedia, por ingenieros franceses que de napoleónicos ya sólo podían conservar el espíritu, lo cual no es poco. Ese espíritu afrancesado que tiende puentes y cocina, si quieres, empanadas mentales pero no esa fritanga de empanadillas de Móstoles que prepararon aquí, a golpe de cuchillo de matarife, los alcaldes sin Ilustración. Como todo ejército de ocupación, el de Murat en Madrid debió de ser déspota y violento, y comprendo que prendiera en el madrileñito de a pie la brasa de la independencia.

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Pero nadie podrá convencerme de que importar la Enciclopedia no hubiera merecido la pena. Porque aquí hemos pasado, con ínfulas gañanas, de la soldadesca iletrada a que te lea la cartilla un generalucho. Y después Wikipedia, sin solución de continuidad. Y no sabemos quién es el Príncipe Pío ni por qué es de los franceses el Puente de los Franceses. Entonces pasa un tren. Y vuelvo a ver a Tom y a Huck, haciendo equilibrios, descalzos, sobre el techo (el tren va mucho más lento de lo que va para que ellos puedan no caerse). Y en una de las ramas de los árboles que crecen junto al puente se posa un agapornis de un verde muy intenso, o puede que sea una cacatúa o un loro, de los que dicen que están invadiendo la Casa de Campo y acabando con otras especies, colonizando ese hábitat. Como si fueran franceses de Napoleón. Pero, ¿quién no querría asomarse a la ventana de la habitación donde se agazapan los dragones y ver posarse pájaros verdes en las ramas?

En los últimos días, al salir de la clínica, supe que era verano. Pero no por el calor, como otras veces, sino porque el calor provocaba que el río despidiera un olor pestilente. Y porque había mosquitos. Y porque creí ver a Mark Twain en la cubierta de un barco de vapor, Manzanares arriba, siguiendo el curso del río de la vida, su hilo de plata.

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