Niños
A estas alturas, las universidades deberían estar repletas de psicópatas rijosos y miserables. Según mis noticias, no es el caso. Lo cual parece demostrar, una vez más, que no hay quien tumbe a la especie humana. Una generación completa ha crecido con una dieta televisiva de polígrafos, tomates y demás flatulencias, sin que se adviertan los efectos de ese ensañamiento.
Hubo una edad de oro de los programas infantiles. Los chiripitifláuticos, La casa del reloj, Barrio Sésamo, Había una vez un circo o el extraordinario La bola de cristal (que marcó el paso a la madurez de esos espacios y atrajo a un amplio espectro de edades) fueron hitos del género. Luego llegó la basura para grandes y pequeños.
Un programa parece haber recuperado ahora el espíritu de aquella edad de oro. El hormiguero (Cuatro) es un gran producto para críos que soporta (muy bien, si nos atenemos a las audiencias) la mirada adulta. Los alardes anfetamínicos de Pablo Motos y de la cámara, la química recreativa y los inventos absurdos, las entrevistas fáciles y la abundancia de figurantes conforman un zoco amable y entretenido.
Incluso la hora de emisión, en ese tramo indefinido que va desde el final del informativo hasta el programa supuestamente estelar, resulta apropiada para los críos: visto que entre escuela, música y deporte hemos conseguido que la jornada laboral de ciertos niños sea en España más larga y dura que en las fábricas asiáticas, las diez de la noche parece el mejor momento para El hormiguero.
A esa misma hora, en la que la mayoría de las cadenas programan la información meteorológica y dosis abrumadoras de publicidad, La Sexta emite El intermedio. Que no se parece en nada a El hormiguero, pero, con más política y más mordacidad (Wyoming no es Motos), funciona también estupendamente. Es una lástima que, entre tantas horas de vacuidad e infamia, justo durante la cena haya que pelearse por el mando a distancia.
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