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Columna
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Los olvidados

Manuel Rivas

El Playa de Bakio, como barco, está secuestrado por piratas en el Cuerno de África y como noticia anda algo esquinado, sumergido casi, en los medios de comunicación. Cuando está en juego la vida de las personas, y en un lugar del mundo hecho añicos, sería más que temerario predicar soluciones simples o tajantes. Los periodistas tenemos que procurar aplicarnos con más frecuencia ese aforismo destinado a militares que dice: "No es lo mismo tomar café en las trincheras que las trincheras en el café". Sería, desde luego, una ruindad el que se aprovechara para intentar obtener un botín político interno. No ha sido así, por lo menos hasta ahora. Tal vez es un signo de mayor inteligencia en los cosos partidistas del ruedo ibérico y que nos indica el final de un ciclo para los que tanto han explotado un patriotismo vocinglero y corsario. Seis días después del secuestro, todo el mundo está de acuerdo en que lo único importante ahora es salvar la vida de los pescadores y que las familias se sientan respaldadas por un Estado eficaz. Pero hay algo que llama poderosamente la atención. Sí, poderosamente (el adverbio es feo, pero poderoso) la atención. Ese tratamiento subalterno de un suceso tan excepcional, tan grave, y de un suspense angustioso. Imaginemos otra situación. Que el buque asaltado fuese un crucero o una embarcación de lujo, con personajes o pasajeros adinerados. El despliegue informativo sería descomunal. El seguimiento, exhaustivo. Los dramas personales y familiares desbordarían los espacios de las secciones de sociedad. El Playa de Bakio abriría las tertulias. Habría a todas horas programas especiales en televisión. Pero son pescadores, peones de brega en la economía de riesgo. Las familias ocupan épicos espacios de silencio. Una vez más, en una España que nació y renació con el mar, se cumple la tremenda denuncia de Joseba Beobide, el cura vasco que revolucionó Terranova: "Hay vivos, muertos... y marineros".

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