En voz baja
Tres escritores distintos, Carver, Wolff, Ford, y un mismo epígrafe, Realismo Sucio. Un nombre que ni es exacto ni dice nada y que seguramente provenía de un término anterior, Realismo de Fregadero, que se utilizó para definir a un grupo de cineastas de los años setenta, encabezados por Sidney Lumet, que desde las calles de Nueva York crearon un cine nuevo alejado del lustre de las producciones de Hollywood. Hubo otras muchas definiciones para Carver y sus amigos, Realismo de K-Mart, tomado del nombre de una popular cadena de supermercados de bajo precio, minimalismo... pero el más popular acabó siendo el más sucio. El padre de esta supuesta corriente vendría a ser Charles Bukowski, y los nietos incluirían a Frederick Barthelme, Ann Beattie, Bobbie Ann Mason (más primos que nietos en función de sus partidas de nacimiento), y ya a finales de los ochenta, a jóvenes escritores como Jay McInerney, o incluso Easton Ellis, que luego, con la llegada de Douglas Copland, pasaron a ser Generación X, en fin, un lío. Hasta aquí la historia oficial. La realidad es bastante más limpia, y lo cierto es que estos tres escritores, Carver, Wolff, Ford, no tenían mucho que ver entre ellos y apenas nada con sus supuestos padres, primos o hijos. Carver, el que primero saltó a la fama, era un escritor de relatos breves que siempre reconoció la influencia de Chéjov. Había sido alcohólico y pobre pero su escritura fue siempre precisa e inmaculada. Puede decirse que descubrió un bello atajo para reducir una visión muy personal de América y de sí mismo y dotarla de una naturaleza simbólica. En las pequeñas historias de Carver, como en las de Chéjov, se encontraban los ecos de un mundo que se hacía enorme precisamente por su ausencia. Los tonos de Carver han sido muy copiados pero difícilmente igualados. Su trabajo de reducción de la realidad, su microscópica obsesión, y su buen gusto a la hora de manejar la elipsis y un minúsculo pero certero efectismo, invitaron a muchos a copiar una receta que no era en absoluto tan sencilla como pudiera parecer. Su temprana muerte le convirtió en leyenda, y nos condenó a un silencio forzado muy apropiado para un escritor al que le gustaba tejer las historias en voz baja y terminarlas con un profundo silencio.
Tobias Wolff ha sido siempre un autor más conradiano, un hombre de acción y reflexión, un escritor más realista y más cerca del rumor de todas las cosas y, sin duda, el más dotado para el humor y la alegría de los tres. Mientras Carver metía la vida por un embudo, Wolff la cocinaba en un gran caldero. Su entusiasmo y su tono, que acepta por igual la tragedia, la comedia, el acertado análisis literario, y una sincera preocupación por las cosas de los demás, le alejan de la bella y tiránica letanía carveriana.
Richard Ford es, asimismo, un escritor propio y diferente. Lo que Carver reduce, y Wolff observa con gracia y cautela, Ford lo expande hasta conseguir crear un universo de lo inmediato. Su atención por el detalle y sus maneras de prolijo cronista consiguen mostrarnos las cosas aparentemente sin intervención. Ford es a menudo el escritor invisible y su mundo parece forjado por quien ve lo que ve, en lugar de imponer la memoria y el acento de quien ya lo ha visto. Por supuesto sabemos que tal cosa no es posible, y eso habla mucho y bien del talento de Richard Ford. Conseguir que lo inventado sea, o parezca, el mundo real, con su exacta cadencia y sus paisajes reconocibles, extraer de su propia experiencia el reconocimiento de la nuestra como lectores, es una tarea nada sencilla y al alcance de pocos y elegidos escritores. La carretera nunca es aburrida, nos dice Ford, pero su carretera no es la de Kerouac, sino una carretera no distorsionada por la histeria de su autor. Esto no es una puñalada al gran Jack, sino la constatación de una personalidad literaria muy diferente. Si hay algo que une a estos tres magníficos escritores es su renuncia voluntaria al ruido y la bravuconería que caracterizó a los grandes osos armados, Faulkner, Hemingway, y su descaro a la hora de narrar desde posiciones sensatas tan alejadas del narcisismo Beat. Poco más tienen en común sus enormes logros literarios que la voluntad de hacerse oír, hablando a menudo en voz baja. -
Ray Loriga es autor de El hombre que inventó Manhattan (El Aleph)
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