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Columna
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Plan Ideológico Nacional

"Me parece que el problema está en dotar a los españoles del agua que necesitan, y a la que tienen derecho, y no en procurar no levantar o herir los sentimientos locales o regionales o despertar las nuevas suspicacias autonómicas contra todo gesto emanado del Gobierno central", escribía en este periódico el 14 de marzo de 1984 el novelista Juan Benet, que tenía como su otra profesión la de ingeniero de caminos, canales y puertos. Para el autor de Volverás a Región, que dedicó muchas páginas al problema de la ordenación hidraúlica racional, las resistencias particularistas era ya hace 24 años un obstáculo mayor, comparable al de la difícil orografía.

Hipótesis: lo que motivó el rechazo por parte del PSOE de lo sustancial del Plan Hidrológico Nacional del Gobierno del PP, y la no recuperación, tras su victoria electoral, del de Borrell de los años 90, fue el deseo de evitar la dinámica de enfrentamientos territoriales que suscitaba cualquier plan integral de ese tipo. Los argumentos socioeconómicos (oposición al modelo de crecimiento de la derecha, etc.) fueron incorporados a posteriori. La pugna de agravios comparativos no sólo afectó a la distribución del agua, sino a obras públicas diversas, y no sólo fue atizada por los nacionalistas, sino por todos los poderes autonómicos, cualquiera que fuera su color político. El actual presidente del Congreso, por ejemplo, fue un activo opositor a proyectos de Borrell que afectaban a Castilla-La Mancha.

La ideología añadida a las demandas catalanas envenena las relaciones

En ese marco, soluciones como la de las desalinizadoras fueron adoptadas, aparte de por razones técnicas, porque se suponía que permitirían evitar decisiones inevitablemente conflictivas o impopulares. Pero en algunas autonomías lo técnico fue interiorizado como un valor ideológico y el rechazo a los trasvases se convirtió en una cuestión de principios: una frontera entre la derecha y la izquierda.

Especialmente en Cataluña, donde hace años que toda controversia se lleva al terreno ideológico, como han lamentado estos días Miquel Roca (La Vanguardia, 15-4-O8) y Antón Costas (EL PAÍS, 13-4-08). Los eufemismos para no reconocer que un trasvase es un trasvase reflejan la mentalidad de quienes pretenden que todo lo que es bueno resulta, por serlo, compatible: resolver el déficit en infraestructuras y no causar incomodidades con las obras; electricidad sin cableado, aeropuertos sin ruido, agua sin trasvases.

En esto hubo como mínimo un error de previsión: no haber establecido mecanismos para garantizar el suministro hasta que las desalinizadoras estuvieran en condiciones de dar servicio. ¿No habría sido más lógico reconocerlo así en lugar de cambiar el significado de las palabras o buscar culpables exteriores? "Si hasta el agua se les niega a los catalanes", podía leerse estos días en un diario de Barcelona, "que no se extrañe Solbes si cobran fuerza las voces partidarias de limitar drásticamente la solidaridad" de Cataluña con otras comunidades. O sea, de imitar a Umberto Bossi y su Liga Norte, que ha hecho carrera al grito de "Roma ladrona" y explotando los bajos instintos del norte rico contra la Italia meridional.

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Estos días se ha conocido el "documento de trabajo" elaborado por el Gobierno catalán para la discusión del nuevo sistema de financiación. Sus ejes son: carácter bilateral de la negociación; limitación de la aportación de Cataluña a los mecanismos de solidaridad; y flexibilidad para actualizar el modelo en función de variables como el aumento de la población.

Tras conocer ese documento, los presidentes de Galicia y Asturias han acordado defender en común, en el Consejo de Política Fiscal y Financiera, que se reúne en mayo, unos principios básicos que son como el negativo de la propuesta catalana: multilateralidad, garantía de cohesión social, equilibrio territorial y, sobre todo, reforzamiento del Fondo de Compensación Interterritorial para resarcir a las comunidades que dejarán en breve de percibir los fondos regionales de la Unión Europea.

Casi nadie niega que en Cataluña, y especialmente en el área de Barcelona, se han creado cuellos de botella en su desarrollo por efecto del deterioro de sus infraestructuras. En parte, según Antón Costas, a causa de las prioridades políticas vigentes durante los 23 años de pujolismo. Y también, según Miquel Roca, a que ciertas decisiones se han atrasado o paralizado por "temor a enfrentarse a los profetas del desastre" ecológico.

Pero es cierto que existe una responsabilidad del Gobierno central, sobre todo por omisión. Había motivos para reclamar más inversiones en dotación sanitaria, por ejemplo, o de comunicaciones ferroviarias. Lo que no tiene sentido es que esa reclamación se haga en nombre de un principio ideológico tan arbitrario (y tan indefendible allende el Ebro) como el de ajustar las inversiones a la aportación de la economía catalana al PIB español.

Lo mismo ocurre con la obsesión, aún más ideológica, por las balanzas fiscales, que miden la relación entre lo aportado por los ciudadanos de cada comunidad a la Hacienda central y lo que retorna a ella en forma de inversiones del Estado. Hacer de esas balanzas el criterio de base para la reforma del sistema de financiación supone un desenfoque mil veces recordado y otras tantas ignorado por sus patrocinadores: que no son los territorios los que tributan, sino los ciudadanos; y que si una comunidad aporta más es porque hay en ella más ricos.

El envenenamiento de las relaciones de Cataluña con otras comunidades tiene menos que ver con la naturaleza de sus reclamaciones, muchas de ellas justificadas, que con esa ideologización ofensiva con que se exigen: como un derecho derivado de factores como su mayor desarrollo. Incluso serían atendibles argumentos como que debe considerarse criterios de eficiencia en las inversiones; pero no como consecuencia de que Cataluña aporta más de lo que recibe: un argumento económicamente irrelevante si no se relaciona con las balanzas comercial y de capitales, netamente favorables a Cataluña.

No es posible crear plantas desalinizadoras que sustituyan a los inevitables trasvases de recursos entre comunidades.

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