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Columna
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Sin perder ni una gota

Los honestos políticos (valga la redundancia) del PP valenciano obrarían cuerdamente sugiriendo a su líquida militancia la visión obligatoria, sesión de cine-fórum incluida, de una película como Chinatown. En ella, el talento del guionista Robert Towne y la enérgica dirección de Roman Polanski, sin olvidar la cálida interpretación protagonista de Jack Nicholson y Faye Dunaway, sirven un relato ejemplar acerca de una historia de sequía más o menos inducida, o, mejor, de su sagaz aprovechamiento por los sagaces mandamases de Los Ángeles. En breve: un detective cae en una trampa para localizar a la supuesta amante del jefe de Aguas y Electricidad, que poco después aparecerá ahogado. Implicado hasta ese extremo, el detective prosigue con su investigación y descubre que los responsables del Departamento del Agua vacían los depósitos por la noche a fin de acrecentar los efectos de la sequía y de propiciar el sustancioso negocio que se llevan entre manos, la construcción de una enorme presa que aseguraría el suministro de agua. Hasta aquí, lo básico de un guión con más ramificaciones de lo apuntado. De más está decir que a los capos de esta historia les importa un cuerno la sequía y el suministro regulado del agua para la población.

Ya sé, ya sé que Camps no es Nicholson cuando el actor tenía la edad de nuestro feliz mandatario, y es una pena, ni que Rita Barberá es precisamente la Dunaway de antes ni de ahora, lo que viene a ser una desgracia, aunque en la peli sale una especie de matón que en algo se parece a un conseller de frente despejada que ha pasado por casi todas las carteras del Gobierno valenciano de antes y de ahora, lo que es un mérito de postín. Esos detalles importan poco, ya que el argumento se cuece en otra cocina: la de la habilidad para aprovecharse de los miedos o de las creencias (viene a ser lo mismo) del prójimo a fin de esquilmarle los bolsillos por su bien y para su beneficio.

No se sabe cuántos millones de euros se habrían embolsado las constructoras caso de haberse llevado a término el trasvase del Ebro (que parece obligado a desparramarse por Barcelona, Comunidad Valenciana, Murcia y Andalucía, nada menos), pero todo indica que ese faraónico servicio contaba con un registro pormenorizado de estruendosas plusvalías. Y si esta parodia de Gobierno valenciano no hace lo posible por reparar conducciones de agua ni por instruir con eficacia a los ciudadanos acerca de su mejor uso, nada garantiza que un trasvase de mucha envergadura contribuyera seriamente a paliar una situación que se debe, en buena parte, a una medieval cultura del agua.

Que yo sepa, la gran riada de 1957 en Valencia no llevó a ningún político de los de entonces a fantasear sobre el destino que podría haberse dado a los miles de hectómetros vertidos al mar en tan dramáticas circunstancias, y tampoco se escuchó ni un lamento en ese sentido a propósito de la pantanada de Tous. Ahora basta con que caigan cuatro gotas de más sobre el Ebro para que se exija desde aquí la necesidad de esquilmar su delta de una vez por todas. Más peligro que las riadas tiene la demagogia. Sobre el problema mundial del agua alguien ha vaticinado futuras guerras. Pero ningún experto habría anticipado la ignorante chulería de un político provinciano sobre tan importante asunto. Otros detalles tienen que ver con un director de casting acaso algo extraviado.

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