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Columna
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Caligrafía

La divinidad de los musulmanes desconfía de los simulacros y por eso ha prohibido a sus fieles la fabricación de ídolos, de figuras que imiten y ridiculicen el semblante de las criaturas dotadas de alma. En su lugar les autoriza a servirse de otro tipo de sucedáneos, las palabras, y a alimentarse de su contenido recorriendo las azoras o estrofas sagradas del Libro de Libros, el Alcorán, un atributo esencial y eterno del Altísimo como Su Poder o Su Gloria. En su primera aparición ante Mahoma, ya el arcángel Gabriel remachó la importancia de la escritura; la azora 96 o iqra comienza: "¡Lee, en el nombre de tu Señor, que ha creado / ha creado al hombre de una gota de sangre! / ¡Lee! Tu Señor es el Generoso / que ha enseñado el empleo del cálamo, / ha enseñado al hombre lo que él ignoraba". De manera que ya en su origen, desde aquella remota conversación entre un ángel y un guardador de rebaños, el Islam se perfiló como una religión de la letra, del trazo grácil de la grafía sobre el papiro y la hoja, del misterio del hálito encerrado en veintinueve signos o llaves arcanas, el alifato, que en su modesta simplicidad pueden representar toda la variedad de objetos del universo. De ahí proviene la importancia que durante siglos ha revestido la caligrafía en los países de cultura árabe; sustitutivo de la pintura y el relieve, encargada de refrescar al olvidadizo la palabra de Dios y de convertir los edificios, mezquitas, alcázares, zocos y madrazas en libros grabados sobre la piedra y el ladrillo, la palabra escrita iguala en importancia a la hablada y a veces incluso la rebasa. Constituye un honor y un arte de elegidos saber trazar el testimonio del Profeta con elegancia sobre el papel, para que, a la vez que hable a la inteligencia, despierte el corazón. Lo cual explica la variedad de estilos y tirabuzones en que se complace la caligrafía islámica: del desnudo nasj, que probablemente es el que usaron los primeros taquígrafos para recoger las visiones de Mahoma, al sintético thuluth, capaz de encerrar una basmala o declaración de fe en un rectángulo invisible, pasando por el celebrado kufa o cúfico, muy indicado para grabar versículos santos en puertas y dinteles. El tal vez más exótico, botánico y enrevesado de todos ellos, llamado diwana, fue creado en el siglo XVI por el maestro Husam Rumi para el califa otomano Solimán. Ahora muchas de sus mayores perlas pueden contemplarse en unas salas reservadas del Alcázar de Sevilla.

La exposición, que permanecerá abierta hasta el día 15 de junio, reúne 101 piezas de caligrafía entre emblemas de emperadores, fórmulas piadosas de bendición, azoras completas del Alcorán, bosques de sutiles malezas de cuyos tallos cuelgan, como gotas de rocío, nombres de profetas y princesas. Además de rollos y códices, todos procedentes de la colección del Museo Sakip Sabanci de Estambul, las vitrinas contienen herramientas de esta disciplina exigente, de la que apenas restan especialistas en la Turquía actual: junto al cálamo, la caña hueca sesgada en la punta, se exhiben piedras preciosas que pulen tanto la hoja como el instrumento que debe cubrirla, además del divit o funda de plata donde se preservan, entre otros artículos imprescindibles, el secador y el tintero. Recorriendo estos ejemplos alarmantes y deliciosos de la delicadeza de la caligrafía, los tugras o monogramas imperiales, los hilyas o retratos del Profeta, que guardan las casas de los demonios inoportunos, uno se pregunta dónde ha quedado aquí, en nuestro civilizado occidente del teclado y la consola, el viejo rasgo de cortesía de agradar mediante la escritura, de agravar las cartas de amor y las invitaciones de boda mediante la filigrana y el laberinto. Mucho me temo que se marchó, como el resto de las cortesías: el SMS no se preocupa de las formas.

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