El agua y los isótopos
La noticia de la escasez de agua en Barcelona y las medidas estrafalarias con que pretende paliarse esta calamidad han coincidido con la publicación de un interesante descubrimiento científico sobre la información que el agua deja en el pelo de las personas. Los datos son abrumadores: 10 barcos con agua de Tarragona, Almería y Marsella costarán 22 millones de euros y servirán para cubrir el 18% del agua que necesitamos; este porcentaje, llevado al ámbito personal, resulta pírrico, no nos alcanza ni para cambiar las aguas del retrete, que ocupan, según las estadísticas, el 40% de nuestro consumo. Cada quien tendrá que decidir qué hace con su 18%: darse un baño de asiento, lavarse las orejas y las corvas, u optar por la cabeza, y es aquí, en esta parte del cuerpo, donde el problema del agua en Barcelona encaja con el descubrimiento de James Ehleringer y Thure Cerling, dos científicos de la Universidad de Utah, en Salt Lake City, que realizaron una llamativa investigación en el territorio, nada canónico científicamente hablando, de 65 peluquerías. De unos años para acá, esta pareja de hombres dedicados a la ciencia fue de ciudad en ciudad, de una peluquería a otra, recogiendo las muestras del pelo que la clientela, con mucha imprudencia y bastante desparpajo, dejaba tirado en el piso; como si esos pelos no hubieran sido parte suya, como si esos filamentos, lacios o rizados, no fueran cargados de comprometedora información porque, miren ustedes, el paso de Ehleringer y Cerling por las peluquerías ha servido para descubrir que en el pelo se va acumulando un registro del agua que a una persona le va, por decirlo así, cayendo encima; un completísimo catálogo, un riguroso seguimiento histórico que se pierde con el primer tijeretazo del peluquero. Tomemos como ejemplo uno de los casos documentados por los dos científicos: la policía de Salt Lake City buscaba pistas sobre un asesinato; se trataba de una mujer que nadie era capaz de reconocer; era un cuerpo que hubiera terminado en la fosa común de no ser por el resultado que arrojó el análisis que Ehleringer y Cerling hicieron de uno de sus pelos: la mujer había pasado los últimos años de su vida (tenía el pelo muy largo) en cierta población de las montañas del oeste americano, y este dato fue decisivo para su identificación. Transcribiré a continuación la clave de este inquietante método de investigación capilar, que publica el más reciente número de la prestigiosa revista Proceedings of the Nacional Academy of Sciences: "Los isótopos de hidrógeno y oxígeno del agua local se quedan registrados en el pelo". Cada lugar tiene su tipo de agua y si usted se va exponiendo a la humedad ambiental de cada pueblo por el que pasa, también, involuntariamente, irá coleccionando en el pelo un riguroso itinerario de sus desplazamientos. Como si no fuera ya bastante que puedan pescarlo a uno por el rastro que dejan las tarjetas de crédito, o los teléfonos móviles, o el iPod para el footing, ahora habrá que cuidarnos también de nuestro propio pelo, que sirve para protegernos el cráneo del sol y del frio, para distinguirnos con una apretada permanente o con un tupé flamígero, pero que ahora también es, gracias al velo que Ehleringer y Cerling nos han quitado de los ojos, nuestro enemigo íntimo. Ahora proyectemos el asunto hacia la llegada de los barcos llenos de agua que atracarán en el puerto de Barcelona cargados hasta los topes de nuestro 18%. Supongamos que un hampón, un traficante, un falsificador o un bandido perpetra durante esos días un delito en Barcelona y a la mañana siguiente, antes de huir a, digamos, México, se lava la cabeza con el 18% de agua que le corresponde y que, providencialmente para él, ha llegado de Marsella. El hampón cruzará el mar con los isótopos del pelo trastocados y, si llegara el caso de que la prueba de su delito dependiera del método capilar de Ehleringer y Cerling, no habría forma de demostrar que el delincuente estuvo en Barcelona y no en Marsella.
Jordi Soler es escritor.
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