Un millón de vacas perdidas
Las últimas elecciones han dejado con dos representantes parlamentarios a una fuerza política con un millón de votos: Izquierda Unida. Si no ha sido un tsunami entonces habrá sido una irresponsabilidad de la izquierda socialista, si es que no ha sido un rebrinco tardío de las desconfianzas y recelos de la familia marxista histórica. Son dos cosas distintas pero pueden haber tenido efectos convergentes en dañar un poco más al sector más débil de la izquierda, o el sector menos dispuesto a asumir el camino del centrismo universal como espacio de decantación de unas elecciones. Hay razones para la autocrítica en Izquierda Unida: una de ellas es la exhibición identitaria de una bandera muy parecida a la que enarbola con desenvoltura y power point un antiguo candidato del Partido Demócrata de Estados Unidos, Al Gore, aplaudido por todos los poderes antes o después, y líder inevitable de la ola ecologista.
La neutralización de Izquierda Unida pudo hacerse con armas más francas
Otra razón para la autocrítica es menos obvia y algo más delicada: tiene que ver con las dos áreas de sensibilidad política que Izquierda Unida quiso reunir hace muchos años. La herencia del PCE ha sido biológica, en términos humanos, y ha sido ideológica en términos políticos: en ambos casos constituye una suerte de rémora difícil de defender en el contexto de la Europa contemporánea. Pero es también una herencia generacional: el impulsor de las crisis más agudas y más recientes de Izquierda Unida ha sido el comunismo veterano, cuya figura pública más visible es Francisco Frutos, que pareció encontrar en Julio Anguita su continuación natural y generacionalmente renovada. Con Gaspar Llamazares esa tradición parece diluida y en términos estratégicos ha rehuido el enfrentamiento para buscar la única vía posible de participación en el poder, es decir, la cooperación concreta o específica, mientras pueda aportar algo. Hoy ya no puede aportar nada con dos votos repartidos entre dos formaciones aliadas, Izquierda Unida e Iniciativa por Catalunya.
¿Ha sido un tsunami? ¿Un tsunami se lleva por delante tres víctimas? El desastre es que un millón de votos no tengan apenas representatividad parlamentaria cuando un sistema electoral mejorado hubiese permitido a IU acceder a un 10% de los diputados actuales del PSOE (en torno a 16). Pero se han quedado en dos. Eso empieza a parecerse más al efecto de una catástrofe y lo aleja del efecto de una simple derrota. Y además era tan previsible que la reforma de la Ley Electoral estuvo en el programa electoral del PSOE. Ese déficit profundo de nuestra democracia se pudo paliar corrigiendo los efectos democráticamente indeseados de la ley D'Hondt: el socialismo español, político e intelectual, ha de asumir entre sus inconsecuencias morales y sus irresponsabilidades políticas haber favorecido la desaparición parlamentaria de un millón de votantes que se sitúan a la izquierda del PSOE.
Argumentar con los errores de la propia IU su situación actual, minimizando la madre del cordero, es una forma de sutileza argumental parecida a la teología recreativa. El voto de IU responde a una evolución a la baja en el último decenio largo que no podía modificar su declinación con sus propias fuerzas. Ni siquiera en el mejor de los mundos, con esa misma ley, hubiese podido pasar de 6 o 7 diputados, e incluso en ese caso quedaría muy lejos del respeto por las decisiones democráticas de los ciudadanos. Un partido nacido coyunturalmente pero con razones de fondo como UPyD espera turno en las próximas dos elecciones para seguir ese camino y volver a minimizar en el Parlamento la representatividad de sus 300.000 votantes.
IU ha perdido votos y ha perdido credibilidad con sus conflictos internos e incluso con algunas decisiones locales disparatadas, pero quien ha terminado con el grupo parlamentario de IU no ha sido su millón de votos, sino la administración interesada de esos votos por parte de una ley electoral retóricamente denunciada y protestada por la izquierda socialista española. Quizá los resquemores históricos han seguido funcionando como última secuela de la escisión de la vieja familia marxista. Pero ése no es un argumento consolador, sino más bien al contrario: muestra demasiado crudamente la cara desideologizada y estrictamente pragmática de un centro- izquierda socialista que prefiere acabar con otra formación política y aspira a atraer, en plena resignación fatalista del votante de IU, un porcentaje de votos que engrose sus propias mayorías.
Y entonces se dará la amarga paradoja según la cual la desaparición parlamentaria de IU habrá servido para mejorar los resultados del PSOE y ratificar su instalación en el centro-izquierda sin contrapeso alguno en el Parlamento y progresivamente tampoco entre los ciudadanos (porque otro poco del desánimo de IU acabará en la abstención). Es política, por supuesto: los socialistas no leen todos de manera idéntica el pasado histórico pero han apoyado la Ley de Memoria y sin embargo no han impulsado la defensa del derecho actual de la representatividad parlamentaria de IU. No sé si merece la pena pagar el precio ético de una tan ventajosa dejadez política. Esa neutralización de IU pudo haberse hecho con armas más francas y no propiciando por vía pasiva la invisibilidad parlamentaria de un millón de votos: acabaremos siendo como el millón de vacas que en algún sitio debían estar pero nadie había visto nunca, según un hermoso relato de Manuel Rivas.
Jordi Gracia es catedrático de Literatura Española en la UB.
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