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Columna
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Hombre de hoy

El hombre al que el juez acusa del asesinato de Mari Luz Cortés ha demostrado desde 1999 una oportuna familiaridad con los medios de comunicación de masas, con la sentimentalidad y las costumbres propagandísticas de nuestro tiempo. Denunció entonces que a su hija la agredía sexualmente uno de sus maestros, y no sólo acudió al juzgado de guardia, sino también a la televisión, a Canal Sur, y aprovechó el resplandor de las cámaras para pedir 60.000 euros al supuesto delincuente y al colegio en el que enseñaba. Tenía una idea comercial del dolor, aunque el dolor fuera falso: el que agredía a la niña era su propio padre con la complicidad de la madre. El victimismo es rentable. El chantaje y la calumnia son aliados.

En la Navidad sevillana del año 2006, días de nieve y emociones, cuando se recuerda la leyenda del sagrado matrimonio que no encuentra techo y ha de refugiarse en una cuadra, el hoy acusado de asesinato acampó con su mujer en una chabola hecha con plásticos para pedir una casa. La foto de la pareja, bien abrigada y muy dolorida y desamparada, apareció en los periódicos. Marido y mujer estaban condenados en firme, pero, a pesar de su fama efímera como noticia sentimental navideña, la policía no fue a la captura de los pedigüeños espectaculares, que, a pesar de buscar la máxima visibilidad publicitaria, parecían estar amparados por su conciencia sobrenatural de ser invisibles ante la ley.

Con conocimiento profundo de las páginas de sucesos, el hoy acusado de asesinato denunció al profesor de su hija, y quizá sintonizaba así con los sentimientos populares. La pederastia es la maldad de moda, obsesión importada de Estados Unidos de América como casi toda nuestra nueva moral vengativa, pero basada en hechos reales, según certifica la propia historia del ahora supuesto asesino. Calculó que el peso de la televisión en las pasiones colectivas convertiría automáticamente al maestro, supuesto pederasta, en culpable condenado por el pueblo, golpeado y, por qué no, linchado. Nos estamos acostumbrando a tomar el mal como pretexto para ser malos. El profesor era inocente, pero vivió bajo sospecha año y medio.

Las televisiones que han cubierto el crimen de Huelva se sentían el jueves pasado obligadas a transmitir la indignación popular, y funcionarios televisivos con micrófono lanzaron al público preguntas que atizaban la irritación. Micrófonos y cámaras caldean la indignación caliente. Existe una larga tradición de crónica negra periodística, pero la televisión ha entronizado últimamente el escándalo y el espanto como entretenimiento primordial. Todo esto es previsible, muchas veces repetido. Lo sorprendente del caso es que el supuesto asesino, tan de nuestra época en su utilización de cámaras y periódicos, ha puesto en entredicho uno de los mitos de nuestra realidad: el mito del control absoluto e inexorable de los ciudadanos a través de procedimientos electrónicos.

Cinco veces acusado de perseguir niñas, dos veces condenado, procesado por conectarse ilegalmente a la red eléctrica e intentar vender el piso del que era arrendatario, y presentándose en el juzgado dos veces al mes desde enero de 2007, había desaparecido para la ley. Era como uno de esos delincuentes del siglo XIX que, en polvorientos archivos, se volatilizaban entre fichas y expedientes traspapelados, cuando cada aldea era un mundo. Nadie, ni persona ni máquina del siglo XXI, recordó que tenía que entrar en la cárcel. La apasionada justicia de los telespectadores es brutalmente rápida en señalar culpables, pero la ponderada Justicia de los jueces es, en algunos casos, tan lenta o pasiva, que parece un muerto. El ahora supuesto asesino abusó de su hija en 1998, fue condenado en 2002, y en 2005 se le confirmó la sentencia, que en 2008 no había sido ejecutada todavía. El alarmado no soy yo, sino, según leo en este periódico, Juan Carlos Campo, vocal del Consejo Superior del Poder Judicial.

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