La cocina de Pepe
Pepe Comas tenía una nevera grande, una biblioteca límpida, luminosa; a su alrededor había revistas, periódicos y un libro abierto, de historia contemporánea; un ordenador chiquito y un ordenador grande. Él creía, la última vez que le vi, en diciembre y en Berlín, junto a esa cocina, que ya no vería el final de la liga, pero estaba seguro de que no la iba a ganar el Barça, el equipo se había amariconado, el Real Madrid no jugaba mejor pero tendría más suerte, estaba en sus genes. De vez en cuando me señalaba los aparatos del asma, su respiración se entrecortaba como si la buscara en las ganas de vivir, en ese subsuelo milagroso del que disponen los hombres cuando parece que no se puede. Y lo dijo, "ya no se puede más". Era grande, un personaje acostumbrado al viaje de ida y vuelta, un asturiano melancólico que nunca le quitó la cara al drama y a la risa; ahí estaba, hablando de la política y de su país y del mundo, y del daño que la falta de aire le hace a los pulmones, y del porvenir, que dejó de existir, decía; ofreció whisky, coñac, cualquier cosa, y agua, y al final, cuando fue a buscar el agua desafiando al aire que le faltaba, nos mostró la cocina, y una nevera en la que estaba retratado el puente de su pueblo. Tomó la botella, cerró la puerta y mostró, con su dedo índice el puente de piedra, el puente romano de Cangas, el agua que corre debajo de esa reliquia, e hizo un gesto, de arriba abajo: "Aquí caerán mis cenizas". Acompañó el vuelo de su índice con una onomatopeya que ya quedó en mi memoria como una muesca más de su entereza, un hombre sin aire luchando siempre a favor del aire ajeno, el aire en el que nos quedamos solos.
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