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Reportaje:DE VIAJE

Cruzando puentes

Hay un cuento de Cortázar que empieza diciendo: "Curioso que la gente crea que tender una cama es exactamente lo mismo que tender una cama". Y como no existe mejor lugar que un lecho para salvar los abismos que nos separan, hay que reconocerle que no es una mala metáfora sobre puentes. Tender un puente, en efecto, no es lo mismo que cruzar un puente como habrá pensado más de una vez Horacio Oliveira cuando esperaba a la Maga en el puente parisiense de las Arts, con las manos en los bolsillos y la mirada perdida en la luz ceniza y olivo del Sena, al principio de Rayuela. ¿Y a ver qué mujer no ha querido ser la Maga con veinte años, cuando mirábamos el Pont Neuf o las barcazas del canal de Saint-Martin desde la lejanía de una buhardilla de estudiantes situada a miles de kilómetros, mientras escuchábamos a Charlie Parker y deseábamos desesperadamente que la vida se pareciera a las novelas? Hay una determinada estirpe de escritores que nunca logró separar del todo la literatura de la música, la vida de los sueños, por eso anda siempre cruzando peligrosamente los puentes entre la realidad y la ficción.

Ninguno ha alcanzado la categoría simbólica del puente de Mostar. Resistió más de cuatro siglos de guerras

El prestigio de los puentes procede del misterio de la distancia, una ecuación humana difícil de resolver. Todos los puentes tienen una historia. Mi abuela solía contarnos de niños leyendas sobre el tramo del puente ferroviario entre Santos y São Paulo, porque fue construido por emigrantes gallegos que lo levantaron, traviesa a traviesa, en plena sierra. Mi padre, sin embargo, prefería a Heródoto. Después de cenar, algunas noches, abría un claro sobre el mantel y, ayudándose con nueces partidas por la mitad y cucharillas de postre, escenificaba el paso de Jerjes sobre el Helesponto. De ahí me viene, supongo, la fascinación por los puentes. En aquella ocasión los ingenieros persas tuvieron que abarloar más de trescientos navíos unidos por gruesas maromas de esparto y papiro en una zona de grandes tormentas y muy batida por las corrientes; luego colocaron sobre ellos troncos transversales a lo largo de un kilómetro y medio y después levantaron empalizadas a los lados para que los caballos no se encabritaran ante la furia del mar. La travesía duró siete días. Pero Grecia resistió el asedio y Heródoto contó esta hazaña en el libro VII de su Historia.

La empresa de ingeniería gallega Puentes acaba de editar un monumental y delicioso libro de regalo de casi 400 páginas sobre la ingeniería y la poética de los puentes. Hay puentes que son música, como aquella melodía que silbaban los soldados británicos capitaneados por Alec Guiness en un campo de prisioneros japonés en El puente sobre el río Kwai. Lo que muchos no saben es que el director de la película, David Lean, se negó a utilizar maquetas en el rodaje, por lo que fue necesario construir un puente de verdad en plena selva de Sri Lanka en el que trabajaron sin descanso 400 nativos durante ocho meses, para después volarlo en un segundo. Yo recuerdo haber cruzado el Golden Gate con sus tirantes rojos envueltos en niebla mientras en la radio del coche sonaba una canción de Aretha Franklyn y alguien me señalaba por la ventanilla, en medio de la bahía, el islote de Alcatraz donde estuvo preso Al Capone. Hay puentes que están rodeados de misterio como el puente Karlos de Praga cuya construcción fue lentísima porque según cuenta la leyenda lo que los obreros avanzaban durante el día era extrañamente destruido por una mano negra al oscurecer. Si uno atraviesa este puente de noche en pleno invierno, en dirección al barrio de Mala Strana, todavía puede sentir a su espalda los pasos de un fantasma en la nieve. Hay puentes para cruzar despacio y otros, para atravesar como alma que lleva el diablo. Yo misma creo recordar, mientras escribía Quattrocento, haber recorrido sin aliento el Ponte Vecchio de Florencia, ocultándome entre los puestos de los orfebres, perseguida por los sicarios del Vaticano, pero no sé... Tal vez lo soñé.

Recuerdo muchos puentes literarios y otros reales, como el Puente de los Franceses, donde la brigadista Frida Knight, que con apenas veintidós años había luchado contra el fascismo en el frente de Madrid, pidió que esparcieran sus cenizas junto a las de su compañero muerto allí en el terrible invierno de 1937. Recuerdo a Woody Allen y a Diane Keaton sentados en un banco bajo el puente de Brooklyn al final de Manhattan y recuerdo una novela de Dostoievski donde una muchacha esperaba a su amante en un puente sobre el canal Fontanka en la perspectiva Nevsky durante las noches blancas de San Petersburgo. Hay puentes para todos los gustos, puentes de forja y hierro como los del siglo XIX, puentes romanos con sus arcos de medio punto abiertos al relente de la noche y otros llenos de música, puentes levadizos, colgantes, arquitrabados, puentes de acero, puentes Bayley, puentes como el de Waterloo en Londres, con bobies de silbato y capelina, puentes con mal fario como el de Blackfriers, que significa frailes negros, donde apareció ahorcado el banquero italiano Roberto Calvi, una mañana de 1982 con los bolsillos llenos de piedras. Hay puentes de palabras como los que tienden los poetas, puentes volados, puentes de plata para los enemigos que huyen, puentes cubiertos de nieve..., pero ninguno ha alcanzado para mí la categoría simbólica del viejo puente de Mostar que unía el barrio musulmán con el croata católico y que fue construido por el arquitecto Haireddín en tiempos de Solimán el Magnífico con una geometría limpia de un solo arco. Su estructura resistió los embates de más de cuatro siglos de guerras entre el imperio austrohúngaro y el turco y sirvió de escapatoria a fugitivos de uno y otro bando que lo recorrieron a uña de caballo. Pero no pudo soportar el combate casa por casa de la última guerra balcánica.

Lo primero que conocí de Mostar fue el muñón desventrado de ese viejo puente, que ahora ha sido reconstruido. Abajo, en el barranco del río Neretva, había un cafetín al aire libre donde algunos voluntarios de ONG y miembros de la misión internacional alternaban con los más jóvenes del lugar. Aquellos muchachos de Mostar-Este mostraban una extraña oscuridad refugiada en los ojos, como si tuviesen cortada alguna conexión con el mundo, lo que resultaba comprensible encontrándose como se encontraban al otro lado de un puente roto.

Esa primera noche en Mostar, mientras tomábamos una cerveza, le pregunté a mi compañero de viaje si creía que había distancias imposibles de salvar. No me respondió, pero tiró lejos el cigarrillo y estuvo viéndolo humear entre las piedras. Y llegados a este punto quizá resulte conveniente regresar a Cortázar para admitir que, en efecto, "cruzar un puente no siempre es lo mismo que cruzar un puente...".

El viejo puente de Mostar, en 2005, un año después de su reconstrucción.
El viejo puente de Mostar, en 2005, un año después de su reconstrucción.ULY MARTÍN

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