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Columna
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Hacerlo a la vista

Vicente Molina Foix

Me pasó una cosa muy rara el domingo. ¿No era obligatoria la privacidad en el acto? Votar es para mucha gente, entre la que me cuento, tan minucioso y romántico como follar, y a nadie que no sea stripper profesional se le pide que despliegue su intimidad en público. ¿Dónde está aquella imagen de la monjita metida en un cubículo después de correr la cortinilla tras la que nadie pueda verla depositar en la urna su lista de candidatos del PP? La foto se ha quedado obsoleta. O se economiza en el chocolate del voto. El pasado día 9 yo tuve que hacer mis necesidades ciudadanas en una inmensa sala resonante donde las mesas electorales se agrupaban en tres lados de un cuadrilátero y, para mayor exhibicionismo, había grandes espejos. Yo voto en el gimnasio municipal de la calle del Pilar de Zaragoza, nombre confuso donde los haya, estando allí, como hito esencial de esa calle, el Alcázar de Toledo. O al menos su representación simbólica en la persona del heroico coronel Moscardó, el de la llamada telefónica que no se rendía nunca. Él da nombre a la instalación deportiva.

¿Han sido siempre tan gigantescas las sábanas color calabaza de estas candidaturas al Senado?

Así que llegué después de comer, a una hora que imaginaba tranquila, sin colas ni demasiado sudor-ambiente (el gimnasio compagina los deberes cívicos con la práctica, en otras salas, de las máquinas musculares, la natación olímpica y hasta creo que el step dance; la salsa no se imparte en el Moscardó). Había sin embargo bastante gente, arremolinada, desocupada, siendo difícil distinguir al votante virtual del interventor manifiesto. En el cuarto lado del cuadrilátero de altos techos estaban las mesas largas con las papelas y los sobres correspondientes, y me puse a buscarlas. Entonces apareció el mirón.

Revelo aquí, aunque nada me obliga a hacerlo -ni siquiera la conciencia, en este caso buena-, que he votado siempre desde que en este país se vota. Hace 30 años de aquellos comicios democráticos, pero aún recuerdo el gran morbo propio de toda primera vez. De hecho, lo recuerdo bastante mejor que la primera vez que hice lo otro, y no porque de aquello haga siglos (uno no fue precoz, tampoco en eso), sino porque, honradamente, me salió mejor mi primer voto que mi primer polvo. Había cortinilla en el colegio de enseñanza media de la calle de Alonso Heredia donde se votaba entonces.

Una vez iniciado en la emisión electoral, le cogí gusto, superando fases de inapetencia personal y un par de desganas más estrictamente políticas; en cierta ocasión, en unas municipales, decidí no votar, pero a las ocho menos diez de la tarde me entró la angustia, lo que llamaríamos el "síndrome Manzano", y en zapatillas bajé a toda prisa de mi casa, recorrí la corta distancia en un sprint, llegando al gimnasio a tiempo, por delante de dos atletas que hacia él se dirigían para sus rutinarias operaciones abdominales.

Seguimos el pasado domingo, sobre las 16.30, en el Moscardó, entrada por la calle de Coslada. Siempre te sorprende la gran profusión de partidos políticos que se presentan. ¿Treinta? Estaba yo buscando entre el magma la lista que quería votar cuando advertí que a mis espaldas un hombre me miraba con atención. Otro que, como yo, no encuentra a los suyos, pensé. Enseguida caí en la cuenta de que no. El individuo se entretenía mirando lo que otros votaban, aunque por el aspecto y la falta de una libreta donde anotar los datos no parecía un profesional de la estadística. Era sólo un curioso impertinente. Me puso nervioso, pese a mi probada veteranía en al acto votante, y la papeleta buscada no aparecía por ningún lado. Los ojos del hombre fijos en mi torpe mano. Al fin tomé la que creí adecuada y la metí en el sobre blanco, pero me ha quedado la duda de si no elegí, en la precipitación, la papeleta del montón que estaba al lado de la del PSOE; Falange Auténtica. Que el Dios de la Ciudadanía me perdone si fue así.

Aún faltaba lo peor. El Senado. ¿Han sido siempre tan gigantescas las sábanas color calabaza de estas candidaturas? Mi impresión es que lo que el Gobierno se ahorra en cubículos acortinados para la práctica del voto íntimo se lo gasta en este despliegue senatorial que te hace la vida imposible. Con decir que tuvo que ayudarme una amable interventora del PP a doblar el papelón para poder meterlo en el sobre. La operación hacía las delicias del pertinaz voyeur, con lo que de nuevo me entró cierto nervio, acrecentado por el hecho de que aquel desconocido me iba a ver marcar las tres cruces correspondientes. Cruces cada una de su padre y su madre, ya que mi elección fue variada. Esta segunda vez estoy seguro de no haberme equivocado.

Salí aliviado a la calle, tras entregar mis dos sobres a la amable presidenta de la mesa. Al llegar a casa detecté la fatiga. El aerobic mental del voto útil.

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