Del silencio a las ganas de hablar, de votar
Algunos recordamos los tiempos de silencio. Aquello de un silencio antiguo y muy largo. Después hicimos mucho ruido, mucho, mucho ruido, pero nunca demasiado. El silencio era cosa de sometidos, disimulados, callados, acobardados, perseguidos. El silencio era la Semana Santa y el no poder hablar porque podían oír lo que pensabas. Después, cansados de callarnos, tumbamos el silencio. Cada uno buscó su voz, buscó a los suyos y votó a quien quiso o contra quien no quería. El voto es una forma de hablar, incluso el voto a la contra, pero no nos quita las ganas de hablar. Todos queremos nuestro pequeño púlpito, nuestros lugares libres para poder decir, oír y confesar sin miedo al castigo. Incluso un lugar para callar. No para que te hagan callar.
Un español con ganas de hablar en las urnas porque no quiere volver al silencio; buen lugar para hablar alto y claro
Eso pertenece al pasado. El silencio civilizado de Ortega, el silencio concesivo de Azorín -vengo de su pueblo, del premio que en su nombre cada año hace feliz a un novelista-, el silencio y el disimulo de Baroja: "Yo, lo que sea costumbre". Hubo otros silencios: el de esos que tuvieron la condición de perseguidos por su sexualidad. Muy distintos en sus modos y sus formas. Del esteticismo de Gil Albert al chapero de esquina. Todos quieren hablar, tienen ganas. Tantas ganas como el personaje de la novela de Mendicutti. Un hombre, un gay, un mariquita del sur. Simpático, cotilla, imparable lenguaraz porque antes: "Tendrán que cortarme la lengua como a las moras les cortan el gatillito del gusto". Un español que votará hoy domingo porque no quiere volver al silencio y al disimulo. Un español con ganas de hablar en las urnas. Un buen lugar para hablar alto y claro.
El personaje tiene memoria. Y tiene recuerdos de los tiempos difíciles. Aquellos que narró al candidato al Senado, académico y excelente escritor Álvaro Pombo. Tiempos en que unos hombres, unas mujeres, no podían ni hablar del peluquín. Ni mostrarse como eran. Se llama Cigala y hace la manicura, es listo hasta en la obviedad. Mitinero al que le gusta proclamar que este país ha cambiado para bien. Recuerdan Cigala / Mendicutti lo difícil que resultaba dejarse ver, mostrarse tal como eran. Un juego peligroso. Un juego de disfraces "porque siempre los ha habido disfrazados de machirulos de catálogo, de señores de misa diaria, de eminencias reverendísimas, de respetadísimos padres de familia numerosa".
Tengo un encantador amigo que me recuerda, en lo charlatán con gracia, al personaje de Mendicutti, se llama Paco Clavel. Es cantante, agnóstico, feíllo, sentimental y español. Pero se salvará. No en vano le confunden con el hermano pequeño de Rouco Varela. Tiene esa gracia, ese físico. La química les separa. Y el voto, también. -
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