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El voto triste

Jordi Soler

Después de ver los dos debates entre Rajoy y Zapatero, y de intentar hacerme una idea general de lo que proponían, me sobrevino una perplejidad que me ha dejado mudo; quiero decir: ágrafo. Luego de oír a nuestros dos estadistas, en esos debates de alcance internacional, echándose en cara los precios del pollo y de la leche, y manipulando metáforas suicidas como esa de untarse el canon, no queda más que la reflexión profunda antes de ir a votar mañana. Y a todo esto, ¿qué demonios es untarse el canon? Buscando en los anales del sufragio algo para paliar la mudez y la agrafía, yendo de un lado a otro, from sea to shining sea, como diría el envidiable Barack Obama, me encontré con la historia de John Law Hume, el niño músico que encarna el voto más triste del mundo; así que cambiemos de pista y de aires y, sin ánimo de hacer más metáforas, vayamos al voto tristísimo que se produjo unos días después de que se hundiera el Titanic. Insisto: no hay metáfora. Igual que aquellos músicos que pertenecían a la corte y que tocaban a sus horas, y también a las horas de antojo del rey, iban los músicos de aquel barco que tenía las dimensiones de un reino pequeño. Estos músicos especializados deben contar, en primera instancia y de manera obligatoria, con un estómago especial que les permita anteponer los caprichos del patrón a sus caprichos de artista. Cuando el Titanic se hundía, cuentan los que no se hundieron que los músicos tenían la encomienda de seguir tocando para que la tragedia de traer en el casco un desgarrón de 90 metros de largo, por donde se colaba buena parte del océano, no tuviera necesariamente el aspecto de una tragedia. Estos músicos de corte oceánica hicieron con tanta eficacia su trabajo, producían tan buen ambiente, que los pasajeros que gozaban de los placeres del salón de cubierta, no creían que esos 90 metros fueran determinantes e incluso se negaban a abordar las lanchas de salvamento, preferían seguir bailando valses, valsar mientras los respingos del Titanic los ponían a dar valsones y a tirarse el armagnac en las solapas. Casi todas las lanchas se fueron medio vacías, con los niños y las mujeres de los maridos que valsaban con las mujeres que iban sin niños; esos trasvases que provocan los valses y el armagnac. Los músicos, dice la leyenda, se hundieron tocando una melodía que no ha sido aún determinada por los titanólogos, aunque hay investigaciones que, según el autor noruego Erik Fosnes Hansen, coinciden en que la última melodía fue un vals titulado Songe d'automne. A unos minutos del hundimiento completo, ya cuando el mar alcanzaba la cubierta superior, y mojaba los zapatos de los que valsaban y valsoneaban, un oficial en fase de pánico gritó a los caballeros que seguían bailando con la orquesta, que el barco se hundía y que era necesario abordar la última lancha salvavidas. Uno de los caballeros, con dos botellas de champaña y el agua del mar al cuello, lanzó al aire esta frase terminal e histórica: "¿Cómo va a estarse hundiendo el barco si la orquesta sigue tocando?". Estos músicos de corte oceánica cumplieron hasta el final con el objetivo de su honorable gremio; gracias a su profesionalismo extremo, la corte parecía en calma aun cuando se estaba hundiendo, de ahí el asombro del caballero que profirió aquella frase terminal. John Law Hume, violinista y niño trágico, se hundió con su banda, cumplió con su deber hasta que entre las cuerdas y el arco de su instrumento se interpusieron las algas y las anémonas. Los padres del violinista, contrariados por la tragedia, pero a la vez conscientes de que algunos ahogados traen dinero, reclamaron una indemnización a la compañía naviera. La compañía, después de hacer una votación entre sus empleados con lujo de urnas, llegó a esta resolución: no darle a los padres ni un duro y cobrarles los cinco chelines y cuatro peniques que costaba el uniforme que su hijo había perdido.

Tras los debates entre Rajoy y Zapatero no queda más que la reflexión profunda antes de ir a votar

Jordi Soler es escritor.

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