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Votar en tiempos transitorios

Muchos ciudadanos de las democracias europeas razonan al estilo irónico de Churchill: la democracia es un mal sistema, pero los otros son peores. No se sienten identificados con ninguno de los grandes partidos y les tienta la abstención. Me lo decían amigos franceses cansados de las batallas internas y las ambigüedades del Partido Socialista. Y me lo repiten compañeros italianos, que fueron militantes del gran PCI y que difícilmente pueden sentirse representados por el "vaticanista" Rutelli y el postmoderno Veltroni. Pero todos añaden: Sarkozy y Berlusconi son mucho peores.

En España el sistema electoral parece inducir a la abstención, tiende a excluir a las minorías y a favorecer un bipartidismo conservador. Opciones que podrían ser hoy una alternativa a la abstención como Izquierda Unida, o en el pasado el CDS, o en teoría los ecologistas, sufren la exclusión de una falsa proporcionalidad. Y ahora se nos amenaza con modificar el sistema para dejar fuera a los partidos nacionalistas no españolistas.

El sistema electoral español es injusto, está basado en el miedo al pluralismo
Las incertidumbres sobre el futuro facilitan las respuestas emotivas

El voto no vale igual según sea la provincia: el del ciudadano de las grandes ciudades vale menos, y el de las provincias menos pobladas, la mayoría, sabe que si no vota a uno de los dos partidos mayoritarios su voto probablemente se perderá.

El miedo al pluralismo es un fraude a la democracia. La abstención parece una opción lógica.

Afortunadamente, aparecieron en estas elecciones el PP y sus personajes: Rajoy, Aznar, Esperanza Aguirre, Pizarro y, aunque los tienen algo escondidos, Acebes y Zaplana de vez en cuando. Acompañados de los obispos del nacionalcatolicismo, cruzados contra las libertades más elementales. Es una banda capaz de estimular el voto del más reacio a las urnas con su comportamiento tan agresivo como absurdo, basado en la intolerancia, la mentira y el desprecio a la ciudadanía. Con un resultado tan previsible como paradójico: la campaña se supone que sirve para movilizar a los indecisos, pero ésta del PP se dirige a su electorado más radical, que ya lo está. Su efecto es movilizar en contra... y a menos abstención, más votos favorables al actual Gobierno o a sus aliados.

Esta anomalía, la de una derecha que quiere presentarse como centrista y que actúa de extrema derecha y provoca una reacción democrática en contra, no debe esconder el hecho de que vivimos una crisis de representación política. Los partidos tienen en general poco crédito. Pero, más que abundar en las críticas más o menos justificadas que se les hacen, conviene preguntarse si no les pedimos más de lo que pueden dar.

En este país se han alcanzado niveles de bienestar y libertades

muy superiores a los de un pasado reciente. Pero se mantienen desigualdades del pasado y otras nuevas aparecen. Las estructuras integradoras o protectoras son débiles frente a unos procesos de cambio que fragilizan seguridades de antaño. Las sociedades urbanas se caracterizan por la individualización y por relaciones sociales más extensas pero más débiles que antes. El trabajo se ha precarizado, la educación no conduce automáticamente al ascenso social, el estatuto del hombre adulto ya no es aceptado como autoridad indiscutida. La globalización homogeneizadora genera reacciones identitarias, particularismos culturales, movimientos secesionistas. El desempleo, las migraciones y la falta de horizontes de esperanza exacerban los miedos y las exclusiones. Las incertidumbres sobre el futuro facilitan el éxito de las respuestas de base emotiva o poco racional.

La fragmentación social, la diversidad y complejidad de los intereses económicos, la no correspondencia entre estos intereses y los valores culturales, las contradicciones internas a cada grupo e incluso a cada individuo (por ejemplo: más protección social y menos impuestos) hacen muy difícil la representación política por medio de partidos herederos de la vieja sociedad industrial. Se había construido un entramado en el que el poder económico del capital se compensaba en parte con la representación política, las organizaciones sociales de los sectores populares y las instituciones propias del Estado de bienestar (educación pública, seguridad social, etcétera). Este entramado es hoy insuficiente para integrar en un corpus único a una sociedad muy fragmentada.

Los partidos, ante la dificultad de agregar y representar la complejidad del mundo actual y la urgencia de dar respuestas simples, especialmente en periodo electoral, tienden a la retórica genérica y a las propuestas contradictorias. Aparecen entonces las formas de pensamiento débil, mayoritarias en la izquierda, y el populismo reaccionario que caracteriza hoy a la derecha. Unas alternativas diferenciadas, que garantizan la alternancia, pero que no son suficientes para progresar en racionalidad, libertad y justicia.

Las respuestas reaccionarias son las que pretenden construir una base social y electoral a partir de excitar las emociones más irracionales, las nacionalistas excluyentes, incluso las xenófobas, los miedos e incertidumbres de gran parte de la ciudadanía, el lado malo, egoísta de cada uno. Lo que les permite también lucrarse mediante los procedimientos más depredadores, especulativos y corruptos de hacer negocio, y más que una economía de mercado pretenden hacer una sociedad de mercado. Refuerzan las dinámicas sociales que sustituyen los lazos basados en solidaridades colectivas y autonomías personales por los de tipo clientelar o de sumisión.

A su manera, liderazgos como los de Sarkozy y Berlusconi expresan esta política que representa la mayor regresión de la democracia europea desde el final de la Segunda Guerra Mundial. El conservadurismo del actual PP y de la cúpula de la Iglesia Católica es el que denunciaba el álter ego de Machado, Juan de Mairena: "Nuestros conservadores me recuerdan al sarnoso que lo que quería conservar es la sarna".

La izquierda moderada, por su parte, ha perdido su proyecto histórico de un mundo distinto y reacciona a la defensiva ante una derecha agresiva. Pretende conservar los avances democráticos del siglo XX (libertades personales, elementos del Estado de bienestar), pero retrocede fácilmente ante la demagogia política, en nuestro caso del PP y de la Iglesia. No es tanto la incapacidad de esta izquierda centrista para proponer transformaciones sociales profundas lo que nos irrita hasta provocar el deseo de no votarla, sino su miedo y sus concesiones a la derecha reaccionaria incluso en materias propias del liberalismo progresista (la memoria democrática, federalismo en vez de patrioterismo, supresión de los privilegios de la Iglesia, aborto, derechos de los inmigrantes, etcétera).

El extremismo de obispos y PP facilita últimamente que la izquierda gobernante reaccione con un cierto coraje, veremos lo que dura. En todo caso sería estar ciego suponer que unos y otros son lo mismo.

Mientras no se produce una reinvención del sistema de partidos, debemos encontrar fórmulas electorales que permitan dar una salida al "imposible político" actual: no quisiera votar a ninguna de las grandes opciones presentes, tampoco quiero abstenerme o votar en blanco y no quiero que se pierda mi voto.

Se me ocurre el "voto negativo". Voto "no a A" y por lo tanto anulo un voto A positivo. O "no a B" y el efecto es equivalente. Ganaría aquel que a similitud de votos positivos tuviera menos votos negativos. Ya lo decía el pesimista Popper: en una democracia lo más importante no es siempre tener mucha gente a favor, sino no tener a demasiados en contra.

Jordi Borja es profesor en la Universitat Oberta de Catalunya.

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