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Gracias y desgracias de los 'cara a cara'

Debo confesar mi predisposición contra esos debates políticos tan escenificados -los cara a cara-, no sólo por el contenido, sino especialmente por la forma. La manera mayestática con que se trata a los dos personajes -enfática y teatralmente tímidos-, desde su llegada al plató hasta la celebración de sus dos triunfos simétricos en la sede de sus respectivos partidos, tiene un tono antiguo y enrarecido, más cursi, incluso, que las habituales escenas televisivas. El mal gusto fallero de todos los escenarios de cualquier canal a cualquier hora, se aumenta en esos cara a cara con sus grandilocuencias imposibles. De ello se debe enorgullecer la propia televisión porque lo magnifica rodando previamente escenas de su montaje y desmontaje, insinuando, quizá, que esta anécdota marginal puede ser más atractiva que el presunto diálogo político que va a enmarcar. Y tal vez sea cierto. Pero, a pesar de ese atractivo complementario, no estaría mal que nuestros buenos diseñadores empezaran a trabajar en la tele para superar esas escenografías de mal gusto.

Los debates 'cara a cara' personalizan la política y bipolarizan el complejo panorama real de los partidos

El diálogo, al fin, viene marcado también por la vacuidad mayestática: cada contrincante se esfuerza en alcanzar el gesto y el aplomo de una autoridad que parezca ya consensuada, más que conquistar esa autoridad defendiendo y discutiendo unas ideas para el futuro del país y un programa razonado para aplicarlas. Parecen olvidar que esas elecciones no corresponden a un régimen presidencialista y que, por tanto, el gesto personal no debería importar tanto como las ideas generales. Parece que todo se centra en tres objetivos: caer simpático, seguro y autoritario, salir airoso en los embates del enemigo y presumir agudeza reactiva en los propios. Todo esto, sin alcanzar el nivel y la radicalidad de los recientes debates presidencialistas, por ejemplo, de Estados Unidos y Francia, cuyos regímenes justifican esa personalización, sin ser amortiguados por la discreción timorata o el insulto arrabalero. En este país, el espectador sólo tiene datos para decidir cuál de los dos le cae más simpático, menos frívolo, mejor educado en términos verbales. O cuál de los dos es, aparentemente, el peor. Así, la mayoría de la audiencia, después de los dos debates, no decidió quién era el mejor, sino quién era el menos deseable por sus malos modales, sus mentiras, su nerviosismo, su falta de decisión programática sustituida por los alardes agresivos. Decir que en los debates Rajoy perdió es más cierto que decir que Zapatero ganó.

Los gestos presidenciales, además, se desmoronan rápidamente con la acumulación grandilocuente de mentiras en asuntos concretos que deberían estar tabulados oficialmente. ¿Cómo podemos aguantar que cada contendiente dé cifras absolutamente contradictorias sobre el paro, la inmigración, el coste de la vivienda, los ritmos de construcción, el fracaso escolar, la evolución de los impuestos, o el número de policías contratados? ¿Por qué aceptamos esta decadencia? ¿Por qué no hay un periodista coordinador que controle los datos y que obligue a corregir mentiras tan elocuentes antes de seguir adelante? ¿Es que ya no quedan periodistas capaces de controlar una información verídica y neutral?

Con todo ello se consiguen dos hechos negativos: personalizar excesivamente la política y bipolarizar el complejo panorama real de los partidos, sobre todo en zonas donde hay una variadísima actividad política. Con el primero se logra falsear el carácter básicamente parlamentario de nuestro sistema legislativo, situando en las personas y no en la ideología los objetivos electorales. Con el segundo se reducen las posibilidades de alianzas y coaliciones y se presiona hacia gobiernos monocolor cuando la realidad del país -o de unos fragmentos nacionales tan significativos como Cataluña y Euskadi- es mucho más múltiple y activa. Ver desde Cataluña como los cara a cara han reducido el problema a la confrontación de dos personas que representan dos partidos prácticamente inexistentes en su territorio -el PSOE porque no se presenta como tal y el PP porque tradicionalmente queda por votos y por actitud fuera de la realidad política- es, por lo menos, frustrante. O, al contrario, alentador, porque es otra demostración de que España y Cataluña no tienen en común ni siquiera el mapa político.

Otra derivación de esos debates es que al presentarse uno de los contendientes como un hecho claramente negativo, al autodefinirse como el malo, se incita al voto útil: votar a uno para que no gane el otro. Y esta derivada retroalimenta todo el proceso; la mejor propaganda es acusar al enemigo y, aunque sea con mentiras o desmemorias, convertirlo en el malo. Eso, cuando el malo no se autoinmola en sus propias mentiras o en los errores suicidas de sus propios ataques. Esperemos, no obstante, que, aceptando esos puntos negros como desgracias inevitables en situaciones electorales, los cara a cara habrán tenido la gracia, por fin, de definir el malo, aunque sea con instrumentos poco afinados y gestos populistas.

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Oriol Bohigas es arquitecto.

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