¿Tenemos los políticos que merecemos?
En todos los países avanzados es frecuente, y más en periodos electorales, interrogarse sobre si existe correspondencia entre los políticos que los gobiernan -o aspiran a hacerlo- y el resto de la sociedad. En la Comunidad Valenciana la pregunta parece todavía más pertinente dada la distancia que muchos apuntan entre su profunda transformación social durante la última década y los rasgos definitorios del panorama político. Sobre todo, para qué negarlo, en lo que denominamos la izquierda.
El interrogante no es nuevo y para un buen número de ciudadanos es sin duda atractiva la creencia de que existe un desequilibro permanente entre las demandas colectivas y el grado en que son satisfechas por unas élites políticas (gobernantes u opositoras) que perciben alejadas de sus preocupaciones. La cínica ocurrencia atribuida a Henry Kissinger de que "el 90% de los políticos son los responsables de la mala reputación del 10% restante" tiene muchos y muy antiguos precedentes. En España, por ejemplo, ya en 1881 el dirigente conservador Francisco Silvela constataba que "no puede estar lejano el día en que todos los que nos ocupamos de la gobernación del Estado (...) seamos considerados por la mayoría de la nación como una clase aparte señalada por su inferioridad en los principios de moral". Y hace poco Barak Obama no ha dudado en afirmar tajante: "No me preocupa la magnitud de nuestros problemas sino la cortedad de miras de nuestros políticos".
La política se cimenta en acuerdos entre puntos de vista discrepantes, a menudo opuestos
Pero los muchos ejemplos que podrían mencionarse (incluyendo un buen número extraídos de la actual campaña electoral) no reducen las inconsistencias de esta respuesta a un fenómeno que preocupa, y mucho, en otras sociedades. Hasta el punto de haber llevado en Gran Bretaña a elaborar en 2006 el impresionante Informe Power to the People. Por supuesto, no se trata de negar la existencia de desequilibrios entre demanda y oferta ni menos todavía la existencia de rasgos nada edificantes (desde la prepotencia al distanciamiento pasando por la endogamia o la simple corrupción) en el comportamiento de algunos políticos. Ni tampoco que en muchas ocasiones sus posiciones estén definidas respecto a ellos mismos. Pero a pesar de todo parece imposible aceptar que, en su conjunto, formen un grupo social con atributos únicos, como los mencionados por Silvela, ausentes en otros colectivos sociales y ajenos a la sociedad de la que forman parte.
Por el contrario, la percepción comentada puede ser mejor explicada acudiendo a otras razones, desde el mayor escrutinio al que, con motivo, son sometidos hasta el predominio en una democracia joven como la valenciana de una concepción ingenua de la actividad pública según la cual ésta quedaría reservada a los mejores, cualquiera que sea la acepción del adjetivo. Entre los elementos a considerar en una explicación más coherente con la sociedad en que vivimos hay algunos relevantes. Por ejemplo, las negativas consecuencias sobre la percepción de la política de la combinación entre el creciente individualismo -que sorprendentemente nadie discute- y la proliferación de organizaciones de adscripción voluntaria volcadas en un objetivo identificable y concreto, sea éste la ayuda humanitaria, medioambiental, los derechos humanos o la lucha contra el ruido.
Porque frente a esta concreción de objetivos y capacidad de elección individual, la política engloba todos los aspectos de la esfera de lo colectivo, y por tanto, incluye los campos de nuestra preferencia pero también los que están en las antípodas de ella. Y además se cimenta en acuerdos entre puntos de vista discrepantes, a menudo opuestos (aun entre miembros de un mismo partido), lo cual la convierte en una sucesión de segundos óptimos. Como gráficamente ha descrito Gerry Stoker "la democracia significa que uno puede participar en la toma de decisiones pero también que la adoptada no tiene por qué ser la que uno prefiere y, sin embargo, se espera que la acepte".
Que las diferencias entre políticos y ciudadanos no sean las que muchos de éstos últimos tienden a pensar no significa que las relaciones entre unos y otros se encuentren en situación inmejorable. Lo refleja el respaldo con que cuenta la tesis aquí debatida y el escaso grado de vinculación ciudadana con las organizaciones políticas aunque el descenso en la participación electoral, tan intenso en algunas democracias más maduras, es menor entre nosotros. Por ello, en estos momentos más optimistas electoralmente para muchos entre los que me cuento, debería plantearse ya por qué tantos valencianos muestran tan poco afecto cívico a las organizaciones valencianas que aspiran a representar los valores de la libertad, la justicia y la solidaridad. Para lo cual habría que empezar recordando a quienes aspiran a dirigirlas que siguen vigentes las diferencias entre derecha e izquierda y que en esta última, como afirmara Alexander Hamilton, "aquellos que no defienden algunos principios se derrumban ante cualquier cosa".
Teresa Carnero Arbat es catedrática de Historia Contemporánea de la Universitat de València.
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