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Reportaje:PURO TEATRO

Un monólogo y un cuento corto

Marcos Ordóñez

1 La tortuga de Darwin es Carmen Machi, punto. La enorme actriz, interpretando el texto de Mayorga, dirigida por Ernesto Caballero, en La Abadía. La comedia tiene un comienzo sensacional, muy cercano a Stoppard. Una anciana, Harriet Robinson, se presenta en casa de un historiador para decirle que las últimas palabras del capitán Dreyfuss ante el tribunal no fueron las que él reseña. Y que también se equivoca en la descripción de las trincheras de Verdún. El historiador echa cuentas: la mujer no puede tener doscientos años. "Estoy a punto de cumplirlos", dice ella. "Nadie vive doscientos años, señora", dice él. "Yo sí. Soy una tortuga". Una tortuga capturada por Darwin, que embarcó en el Beagle; un caso único de "evolución exponencial bajo estimulaciones extraordinarias". Y tan extraordinarias: Harriet ha vivido, "a ras de suelo", la revolución comunista y el alzamiento de Hitler, Gernika y el Holocausto, la caída del muro y la perestroika. Fue objet trouvé con los surrealistas y aprendió a leer con los crucigramas de The Times. Conoció a personajes capitales e ignorados, como los gemelos Davídovich, a los que Stalin mandó borrar de todas las fotos. Dijo su primera palabra a los 130 años ("no", en el gueto de Varsovia) y su primera frase en 1945: "Una gran bomba ha sido arrojada sobre una isla". Un personaje fascinante, una ancianita que conserva una memoria prodigiosa, que devora salchichas de frankfurt, su alimento favorito, y mantiene una filosofía pragmática: "Basta aguantar el tiempo suficiente para descubrir que todas las verdades acaban por caer. Vivir es adaptarse". A cambio de su historia, la historia de dos siglos, sólo pide que la lleven a morir a las islas Galápagos, porque ya no tiene el cuerpo como para regresar a nado.

Carmen Machi es una gloria nacional que, por sus éxitos televisivos, se prodiga poco en teatro... De tener posibles, yo pondría un teatro a sus pies

Cuando Harriet/Machi habla, no se escucha una mosca en La Abadía. Cuando calla y hablan los otros, todo se viene abajo. Los otros son caricaturas, burdos estereotipos de la estupidez, la codicia y la maldad. El profesor es un cretino pomposo que sólo ve en ella un archivo con patas. Betty, su esposa, es una mema inverosímil que quiere convertirla en atracción de feria. Y el tercero en discordia es un presunto científico que pretende rajarla y envasarla. Con esos mimbres poco pueden hacer los actores. Bueno, Caballero podría intentar que los interpretaran, un poco, como personas normales. A Vicente Díez, el profesor, se le entiende una frase de cada cuatro. Susana Hernández está, lástima grande, a años luz de sus estupendos, delicados trabajos en Sainetes y Las visitas, el homenaje a Mihura. Y Juan Carlos Talavera compone (o descompone) un mad doctor desaforado y ridículo. Carmen Machi es una gloria nacional que, por sus éxitos televisivos, se prodiga poco en teatro. Ya estaba de aúpa como la hermana soltera y alucinada en el Roberto Zucco de Pasqual. Aquí es un cruce sobrenatural entre Helen Hayes y Julia Caba Alba. Lleva a cabo una auténtica creación: por composición física, por colocación de la voz y de las réplicas. Rebosa ternura, ironía, ingenuidad y malicia, y conmueve al evocar, en cuatro frases, la muerte de su hijo. Te ríes, y sufres por ella y su bondad acosada, y aplaudes, cómo no, el giro final. De tener posibles, yo pondría un teatro a sus pies. O la secuestraría, en plan Misery, para que me contara cuentos cada noche. Creo que Mayorga se ha equivocado con la estructura de esta obra. Tiene ahí un monólogo extraordinario, con el que podría hacerse de oro. En España y fuera. Yo me lo replantearía pero que muy en serio.

2 Es curioso cómo Federico Luppi tiende a elegir obras en las que el segundo se lleva el gato al agua. Ya le pasó en El vestidor (The dresser), de Donald Harwood, y mira que el título lo decía bien clarito (la función era de Norman, que hacía Julio Chávez), y ha vuelto a pasarle con El guía del Hermitage, de Herbert Morote (nuevo en esta plaza), en el Bellas Artes, dirigida por Jorge Eines. Para mi gusto, Luppi da mucho mejor en cine que en teatro. En cine puede ser íntimo y épico en un mismo plano. En teatro es una presencia imponente, con una gran autoridad, pero un tanto gélida, más constreñido que contenido, no sé por qué. En El guía es el protagonista, eso sí. Lo malo es que vuelve a ser más interesante el antagonista, el que cambia: Igor, el guardián del museo. Como en la famosa secuencia de la roulotte de True romance: Dennis Hopper tenía el gran monólogo de los negros napolitanos, pero toda la escena estaba montada sobre el rostro y las reacciones de Christopher Walken.

Estamos en el cerco de Leningrado y no queda un solo cuadro en el Hermitage, pero el viejo guía, Pavel, los ve y los describe a visitantes igualmente ficticios. Su mujer, Sonia (Ana Labordeta) y su amigo Igor (Manuel Callau) creen, claro, que está loco. Dice Pavel: "¿A quién le importa que estén o no, cuando uno puede verlos y sentirlos?". O sea, que a Luppi le pasa la premisa, muy pirandelliana, y a Callau la consecuencia.

Plantada la semilla, el sanchopancesco Igor, materialista dialéctico en versión cazurra, se quijotiza y en una escena estupenda "ve" la Danae de Rembrandt con los ojos de la memoria, y la cuenta como si le hubiera poseído el Espíritu Santo. Preciosa escena. Tan preciosa que, a mi juicio, ahí se acaba la obra: hubiera podido quedarse en un estupendo cuento corto.

Lo que viene a continuación son las codas: Igor recupera igualmente la presencia de Dmitri, su hijo muerto, y Sonia propone abrir las puertas del museo para que los leningradenses vean los cuadros imaginarios y recuperen la moral y... bueno, no se la voy a contar. Es corta pero se hace larga, porque lo más importante ya ha sucedido. Y lo repiten varias veces, por si no ha quedado claro. Yo me quedé con esa primera media hora, con la escena culminante, y con el trabajo de Manuel Callau: compone un mujik que podía haberle salido Topol y le sale, casi, Akim Tamiroff. Tiene mañas y tics de cómico viejo, pero comunica de maravilla, y pasa rampa, y se mete al público en el bolsillo, que a fin de cuentas es de lo que se trata.

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